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Los pecados de la iglesia católica son nuestros pecados

Columnista invitado EE
07 de noviembre de 2015 - 05:59 a. m.

Está de moda entre algunos conservadores despotricar que es insuficiente el respeto por la religión y que la gente religiosa es marginada, incluso denigrada.

Son patrañas. En más lugares y casos que no, ellos reciben atenciones especiales y el beneficio de la duda. Porque hablan de Dios, se da por hecho que son buenos. Prevalece una renuencia a difamarlos, una falta de disposición a contrariarlos.

La nueva película Spotlight, basada en hechos reales, ilumina esto de manera brillante.

Spotlight —estrenada en Nueva York, Los Ángeles y Boston el viernes y en todo Estados Unidos más adelante en el mes— es un crónica de la concienzuda manera en que editores y escritores en el diario The Boston Globe documentaron un patrón de abuso sexual de menores por parte de sacerdotes católicos apostólicos y el ocultamiento de estos crímenes por parte de líderes católicos.

Debido al enfoque del filme en la indagación y la unión de puntos que se dedican a reportajes de investigación, ha invitado a comparaciones con All the President’s Men. Sin embargo, no tiene que ver con periodismo. O catolicismo.

Es sobre el daño hecho cuando hacemos una genuflexión inmediata ante los templos de la sociedad, ya sean religiosos o gubernamentales. Es sobre el peligro de la fe que verdaderamente es ciega.

Se desarrolla entre 2001 y 2002, y ese marco de tiempo en sí es un notable reflejo del grado de firmeza con que la mayoría de los estadounidenses se resiste a cualquier intrusión en grupos religiosos, cualquier acusación formal de funcionarios religiosos.

Ocho años antes, James Porter fue hallado culpable de haber abusado sexualmente de 28 niños en los años 60, cuando estaba en el sacerdocio católico. Se creía que él había abusado de alrededor de 100 niños y niñas en total, en su mayoría en Massachusetts.

Importantes diarios y estaciones de televisión cubrieron la historia de Porter, notando un número creciente de casos de abuso por parte de sacerdotes. La condena de Porter en diciembre de 1993 fue precedida por dos libros que ubicaron las impactantes dimensiones de ese tipo de conducta. El primero fue Lead Us Not Into Temptation (No nos dejes caer en la tentación), de Jason Berry. El segundo fue A Gospel of Shame (Evangelio de la vergüenza), con el que estoy incluso más familiarizado, pues soy uno de sus dos autores.

Pero, a pesar de toda esa atención, los estadounidenses siguieron sintiéndose impactados cada vez que se hacía un nuevo conteo o que nuevos depredadores eran expuestos. Se aferraban a la incredulidad.

Spotlight es admirablemente audaz con respecto a este punto, sugiriendo que el personal del Globe —el cual, a final de cuentas, hizo el reportaje definitivo sobre complicidad de dirigentes de la iglesia en el abuso— largamente hizo caso omiso de una epidemia justo frente a sus ojos.

¿Por qué? Por algunas de las mismas razones que otros lo hicieron. Muchos periodistas, padres de familia, oficiales de policía y abogados no querían pensar mal de los clérigos, o no estaban impacientes por caerle mal a la iglesia, con su temible autoridad y supuesto conducto directo con Dios. (Tras la cobertura del caso Porter, el cardenal Bernard Law de Boston anunció: “Nosotros invocamos el poder de Dios sobre los medios, particularmente el Globe”).

Spotlight expone las muchas formas en que la deferencia a la religión protegió a los abusadores y a sus cómplices. En un punto dado en la película, un hombre que fue objeto de abuso sexual en la infancia le cuenta a un reportero del Globe sobre una visita que su madre tuvo del obispo, quien le estuvo pidiendo que no levantara cargos.

“¿Qué hizo su madre?”, pregunta el reportero.

“Sacó unas mugrosas galletas”, dice el hombre.

Cuando las galletas finalmente se acabaron, muchos líderes católicos insistieron en que la iglesia estaba siendo perseguida, y que secularistas rencorosos estaban exagerando los delitos de los sacerdotes.

Pero, en cualquier caso, la iglesia ha sido mimada, beneficiándose de la manera estadounidense de darle paso libre a la religión y excusar a las instituciones religiosas no solo de impuestos, sino de reglas que se aplican a otras organizaciones.

Una serie de 2006 en el New York Times, “En nombre de Dios”, notaba que desde 1989 “se había introducido más de 200 arreglos especiales, protecciones o exenciones para grupos religiosos o sus adherentes en la legislación del Congreso, cubriendo temas que van desde pensiones, pasando por inmigración, hasta uso del suelo”. Eso fue antes de que la Suprema Corte, en su fallo Hobby Lobby, permitiera que algunos empleados reclamaran la religión como fundamento para desobedecer ciertas directrices del seguro de salud.

La semana pasada, un artículo en el Times describía cómo se permite a diversas religiones hacer uso de procedimientos internos de arbitraje para resolver disputas que pertenecen a una corte civil. Se citó el fallo de un juez federal en el sentido que un excientólogo tenía que llevar su alegato con respecto a que la cienciología lo había defraudado en decenas de miles de dólares ante un panel de cientólogos actuales.

Para encubrir el abuso sexual y proteger a sacerdotes abusivos, dirigentes católicos y sus abogados se apoyaron con regularidad en el estatus privilegiado de la iglesia, invocando libertad de religión, la separación de iglesia y Estado, así como la confidencialidad de la confesión. Por tanto, ellos demoraron la hora de la verdad.

“Si se necesita una aldea para criar un niño, hace falta una aldea para abusar de un niño”, dice un personaje en Spotlight. En efecto, así es: una aldea demasiado intimidada, así como una aldea demasiado crédula.

 

Frank Bruni

* Columnista de The New York Times

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