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Lula: la gran decepción

Carlos Villalba Bustillo
24 de marzo de 2016 - 04:08 a. m.

El fenómeno Lula da Silva no deja de sorprender. Su tránsito de tornero mecánico a presidente del gigante suramericano fue desconcertante y estimulante para él y su pueblo, a medida que su desempeño iba regando olvido sobre la gestión de Fernando Henrique Cardoso, un político con talla y preparación para gobernar bien. No era poca la responsabilidad que éste eficaz y probo compatriota le había transferido por su victoria electoral después de cuatro intentos.

Prudencia, tolerancia, discreción y decisiones sin temblores previos caracterizaron al bisoño timonel de un Estado enorme que necesitaba mantener al Brasil creciendo económicamente. Sí, Lula era una revelación, una metamorfosis deslumbrante que causó perplejidad entre sus propios compañeros de sindicalismo. Parecía un caso de predestinación para la grandeza en momentos en que el poder político, allí y en cualquier parte, perdía crédito e imagen en las sociedades democráticas.

Lula era un personaje del mundo. Los grandes diarios de Estados Unidos y Europa no ahorraban apelativos para ensalzar al obrero de overol que había sacado de la pobreza a treinta millones de brasileños, y que dirigía la política exterior de su país como un internacionalista con títulos y condecoraciones, sin haber sido gobernador, ministro, magistrado, ni siquiera secretario de un gabinete menor en Sao Paulo, ni agitador en los cuadros de un partido tradicional. El suyo era el Partido de los Trabajadores, armado por él.

El hombre estaba haciendo historia de la grande. Era un ejemplo sin antecedentes en un continente donde los gobernantes se inscribían, desde jóvenes, en un curso completo de estadistas por lo menos en dos órganos del poder: en el mismo gobierno, a través de ascensos, y en el Parlamento, con experiencia legislativa y cancha para los proyectos y las estrategias. Tan grande fue la historia que protagonizó, que entregó el comando, al cabo de ocho años de realizaciones y avatares, con un 87 por ciento de popularidad.

Pero el poder también sorprende y desconcierta, y así como dispara prestigios los aplasta sin piedad. Cuando lo que se ve de su ejercicio (las luces) satisface a los pueblos, los poderosos se consagran; cuando lo que no se ve (las sombras) trasciende y salpica a sus ejecutores, los poderosos se espichan como llantas lisas. A Lula le tocó en desgracia tallar en una época en que las instituciones, al menos en América Latina, no funcionan sin el aceite del dinero. Un aceite que embriaga y enloquece hasta el punto de que es corriente sacrificar la grandeza y el honor a la codicia y al soborno.

¿Cómo entender que un personaje que saborea los zumos de la historia, que garantizan posteridad y renombre por los siglos de los siglos, no escoja, para el buen retiro, la austeridad de un expresidente glorioso y digno, sino la ostentación y las ínfulas de un traficante de influencias?

Semejante descarrilamiento lo explica una frase de Juan Lozano y Lozano sobre el general Rojas Pinilla: “Le quedó grande la grandeza”. Al crecido Luiz Inácio Lula da Silva de sus dos períodos presidenciales le quedó grande la grandeza. Deshizo como un bien fungible la gloria de haber gobernado como un titán la nación más extensa, variada y compleja de un subcontinente afectado por una severa crisis de liderazgo político, en medio de la cual él era la excepción.

Familiarizar a Lula con los proveedores de Petrobras que inflaban los precios de sus productos, o con los contratistas que sobrefacturaban en miles de millones de dólares sus obras, o con los intermediarios financieros que convertían los sobreprecios en sobornos bien distribuidos, hubiera constituido una herejía si las casas, los apartamentos, las fincas, las piscinas que forman su patrimonio no fueran noticia respaldada con titulares de prensa y vistosas notas de televisión.

Su reacción política a un suceso judicial inevitable por las evidencias que lo sustentan, con una escena de llanto típica de un sainete teñido de populismo, suscitó más dudas que certezas en la comunidad internacional, con más sonido por el inoportuno anuncio de que volverá a ser candidato a la Presidencia en 2018, cosa que enrarecerá aún más la revuelta atmósfera política del Brasil polarizado de Dilma Rousseff, la otra cara de la crisis moral desatada desde cuando detuvieron a Marcelo Odebrecht.

Los desengaños sobrevinientes al clímax del gran ascenso de Brasil con Lula, se están reflejando en la desaceleración que tiene al gobierno de Rousseff en su más bajo nivel de aceptación. Los indicadores de pobreza han desmejorado, las cifras de producción ceden a los altibajos del mercado, la deuda externa se remonta, los déficits se abultan y el desplome del petróleo triplica los 3,9 billones que perdió Colombia en el 2015.

Pero Lula batió otro récord que lo colocó por encima de Gorbachov y Clinton, para mencionar sólo a dos de los más encumbrados dirigentes mundiales mejor pagados para hablar ante auditorios selectos, al recibir US $2,5 millones por unas cuantas conferencias. Lo dramático es que quienes giraron los recursos del conferencista fueron los favorecidos de su mandato, uno de los cuales, según información de las agencias internacionales, lo tuvo de lobista ante el gobierno vecino de Ollanta Humala.

No circulan datos exactos sobre el dinero desviado entre 2004 y 2015, o sea en once años de una armonía ya rota entre dos jefes de Estado, los presidentes de las dos cámaras, un exjefe de gabinete, un exjefe de la bancada oficial en el Senado, un exjefe de servicios, el extesorero del Partido de los Trabajadores, un exdirector de Abastecimientos (hombre clave), pero los informes de Petrobras y las pruebas recaudadas por la Fiscalía brasileña arrojan un menú que superaría los US$8.000 millones.

La clase dirigente del Brasil rompió todos los moldes de contención de su estructura democrática. A la viabilidad de sus instituciones políticas, opuso la tiranía del dinero, y el caudillo mejor librado de los que llevó al poder en cinco décadas de estremecimientos y oportunidades, acabó en un callejón cercado por las púas de su estolidez. Únicamente la falta de razón empuja a un hombre mimado por el destino a destruirse históricamente.

Quevedo tenía razón: “Antes, sólo se codiciaba lo decente”.

 

 

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