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Más cartas cruzadas sobre una novela fundamental

Esteban Carlos Mejía
08 de octubre de 2016 - 02:08 a. m.

Al mexicano Jorge Volpi, ese insólito componedor de metáforas, le gusta hablar de mutaciones.

Mutaciones en la vida terrestre, en la purificación de nuestras sombras perdidas, en los quebrantos de la vida posmoderna, etcétera. Y mutaciones en la literatura. “En su lucha por sobrevivir, la novela ha sucumbido ante la moda de las novelas virales”, sostiene en Mentiras contagiosas, ensayos de 2008. Novelas virales o de género, novelas banales, en donde banal significa lo que significa: “trivial, común, insustancial.” Novelas repletas de intrigas, historiografías o quimeras, textos con “el manierismo de lo policíaco, lo negro, lo fantástico y lo folletinesco”, es decir, elementos para incrementar ventas y atrapar lectores.

Frente a tal plaga, Volpi vaticina el auge y la consolidación de la “novela artística”, simbiosis entre novela y ensayo, a lo Thomas Mann, Robert Musil, Hermann Broch, W. G. Sebald, Javier Marías, Claudio Magris, J. M. Coetzee, Fernando del Paso, Enrique Vila-Matas o Sergio Pitol, porque “acaso la unión de la ficción con el ensayo represente el mejor camino que le queda por explorar a la novela en nuestros días”.

Dicho lo anterior, reafirmo que Cartas cruzadas (1995), de Darío Jaramillo Agudelo —que hace más o menos un mes clasifiqué aquí como obra fundamental en la literatura medellinense de los últimos 40 años—, es una novela artística, compleja, profunda, antibanal, antifolletinesca, antifacilista. Narra la vida de tres amigos (Esteban, Luis y Raquel) entre octubre de 1971 y noviembre de 1983 en Medellín, Bogotá y Nueva York. Es una fábula epistolar. Transcribe la carta que Raquel Uribe Fernández, de Medellín, Antioquia, eh, ave María, pues, le escribe el 30 de noviembre de 1983 a Juana, novia de su hermana Claudia, en Nueva York, contándole las peripecias de su amor carnal y espiritual con Luis Jaramillo Pazos, profesor de Literatura en una universidad bogotana y admirador del Príncipe de las letras castellanas, Félix Rubén García Sarmiento, conocido también por su alias, digo, seudónimo de Rubén Darío. Reproduce además la correspondencia de Luis con Esteban, su amigo y casi hermano, poeta y periodista deportivo. Y también revela el diario de Esteban, con todas sus perdiciones: cocaína, alcohol, mujeres casadas y poesía.

Esta sólida relación epistolar (591 páginas en la primera edición de Alfaguara) es apenas el subterfugio de Darío Jaramillo para dejar ver la degradación de una parroquia pacífica, inicua y tranquila, hasta su metamorfosis en un matadero en bombas de fuego: de villorrio matriarcal a feudo del patrón del mal, Pablo Escobar Gaviria, rey sin corona. Escrita con la prosa sencilla y clara de un gran poeta, Cartas cruzadas nos interna en los laberintos del alma humana: el estudioso Luis se vuelve traficante de drogas o lavador de dólares y desaparece en la vorágine de la narcoviolencia; la exquisita Maquel, Raquel Uribe, vive en carne propia las incongruencias del amor y el desamor, y el desvergonzado Esteban sirve de testigo de una época maldita, aún viva y subterránea en Colombia. Novela compleja que los lectores no literales, los lectores libres, podemos gozar (y volver a gozar) con fruición y reverencia.

Rabito: “¡Ya viene el cortejo! / ¡Ya viene el cortejo! Ya se oyen los claros clarines, / la espada se anuncia con vivo reflejo; / ya viene, oro y hierro, el cortejo de los paladines”. Rubén Darío, Marcha triunfal, 1895.

 

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