Nadar en coca

Tatiana Acevedo Guerrero
22 de enero de 2017 - 02:00 a. m.

Al acabarse el 2015, el exprocurador Alejandro Ordóñez vaticinó: “vamos a nadar en cultivos de coca y las Farc van a nadar en dólares”.

Seis meses después, dijo durante un evento que “el país está literalmente nadando en coca” y cada que pudo lo repitió (“vamos a nadar en coca, estamos nadando en el mercado de la coca”). Pescando en la misma piscina, la columnista Salud Hernández advirtió: “Colombia puede nadar en coca”. El senador Uribe Vélez y María Isabel Rueda le han echado mano a la expresión o usan sinónimos (“están rebosantes en cultivos de coca”). La frase tan cotidiana insinúa que nadar en cultivos de coca es como nadar en dólares. O que la informalidad de estas parcelas de coca es equivalente a rentabilidad.

No dice nada, nadita nuevo esta metáfora. Pues a lo largo de las décadas este ha sido el razonamiento detrás de la política antidrogas: atacar el narcotráfico desde las ramas de las matas. Los cultivadores son, sin embargo, el grupo más vulnerable en el tráfico de drogas. Normalmente colonos, sembradores de baldíos, conforman las clases bajas del campo. Son ellos los que absorben en mayor medida el riesgo del negocio. Su actividad, que se extiende en hectáreas quietas, puede perseguirse. Se ve en imágenes satelitales. Han sido los depositarios de la represión estatal y están lejos de la vida de plata y lujo disfrutada por otros grupos de la red (como quienes se dedican al lavado de activos).

La metáfora sugiere también la urgencia de medidas drásticas. Estas se han sucedido desde el primer Estatuto Nacional de Estupefacientes (vigente desde los 70), bajo el cual Turbay Ayala inauguró la erradicación forzada aérea de marihuana con paraquat. Betancur introdujo la aspersión de coca con glifosato y garlon 4. En 1984 todo cultivador de ilícitos fue puesto en manos de la Justicia Penal Militar y en el 86 un nuevo Estatuto de Estupefacientes criminalizó a “los campesinos involucrados directa o indirectamente con cultivos ilícitos”. Barco incrementó la aspersión con glifosato y Gaviria, que al comienzo les anduvo pasito a los narcos de la ciudad, tuvo siempre mano dura contra los cultivadores en el campo. Durante su gobierno se pusieron en marcha programas de desarrollo alternativo, que desde entonces van en paralelo a la erradicación.

Samper, con su campaña financiada por el cartel de Cali, permitió que se ensayaran nuevos herbicidas en la aspersión, como el imazapyr y el tebuthiurón. Pastrana aumentó las hectáreas fumigadas y firmó el definitivo Plan Colombia. Con esta inyección de dólares, en la política de aspersión de Uribe Vélez se aplaudieron reducciones de hectáreas cultivadas. Pese a la celebración y la nostalgia de la aspersión aérea (que aqueja a Ordóñez, a María Isabel Rueda, al Centro Democrático y a Salud Hernández), las mentadas hectáreas de coca nunca se redujeron. Simplemente se movieron agarrándose de los bordes y pasando fronteras hacia otros países. Ya no éramos el país que más cultivaba, pero se trataba de las mismas comunidades: de una actividad regional que se mueve según la represión del momento.

Las iniciativas de sustitución tampoco hicieron mucho. Un informe de Acnur en 2004 resaltó que, en ocasiones, los campesinos cultivaron más coca para pagar deudas con las líneas de crédito impulsadas por los programas de desarrollo alternativo. El mercado de la coca no es además ningún baile neutral donde la oferta y la demanda establecen los precios. La marginalidad y el endeudamiento de los campesinos los mantienen silenciosos en la negociación e intercambios que convierten sus hojas de coca en (poca) plata.

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