No se aprende a ser gay

Héctor Abad Faciolince
14 de agosto de 2016 - 02:36 a. m.

Curiosamente los pastores, los monseñores, los padres de familia que desfilaron, y los defensores de “las identidades de género no hegemónicas” comparten el mismo prejuicio: creen que la sociedad, o una ministra perversa, o la clase dirigente, o la civilización judeocristiana, o la escuela inmoral, o la escuela represiva, puede producir (como moldeando piezas a su antojo) hombres o mujeres homosexuales, bisexuales, heterosexuales, transexuales, etc.

Creen unos y otros, curiosamente enfrentados la semana pasada, que las apetencias sexuales se pueden inculcar, aprender, enseñar. Es decir, que dependen del ambiente.

Y no. Uno es, al menos en las cosas más hondas y permanentes de su personalidad, lo que es. Uno siente las apetencias con las que vino al mundo. A ser homosexuales, bisexuales o heterosexuales no se aprende o desaprende con el ejemplo, con las cartillas, con el catecismo, con sermones. Sin duda hay roles de género aprendidos (que los hombres no cocinen o no cambien pañales, que las mujeres se ocupen de los oficios de la casa) que se pueden y deben combatir. Pero la identidad sexual y las inclinaciones del deseo no se educan, sino que son y deben respetarse.

En todas las culturas se da naturalmente la existencia de hombres y mujeres homosexuales o al menos sin apetencias heterosexuales. ¿Se pueden enseñar comportamientos heterosexuales a un gay o comportamientos homosexuales a un no gay? No creo. Es como enseñar a pintar paisajes reales a un ciego, como obligar a escribir con la zurda al que siempre ha escrito con la mano derecha. No es del todo imposible, pero ni nos sale bien ni lo hacemos con comodidad.

En muchas especies animales (mamíferos, aves, insectos) se observan comportamientos homosexuales (y bisexuales, y hermafroditas, y monógamos, y poliándricos, y promiscuos, y célibes, de todo). Si Dios es, efectivamente, el creador de todo lo existente, sin duda crea homosexuales en el reino animal y también entre los consentidos de la creación, los hechos a su imagen y semejanza: los seres humanos. Nadie escoge libremente, por voluntad, las inclinaciones sexuales que siente. Simplemente las siente y, según las circunstancias, las ejerce o las reprime. Si estas inclinaciones no le hacen daño a nadie, y se encuentra otra persona a la que espontáneamente le gusta lo mismo, no debería haber motivos ideológicos ni religiosos para impedirles seguir con libertad sus inclinaciones.

Si la homosexualidad es un fenómeno minoritario pero universal, debe tener explicaciones biológicas, no culturales. Y hay explicaciones. Una es, por ejemplo, que en las madres con muchos hijos varones, cuantos más hermanos mayores tenga un hijo, mayor es la probabilidad de ser gay. La teoría dice que de algún modo las mujeres expuestas a la testosterona de los fetos van desarrollando resistencia a esta hormona, con lo cual la masculinización del cerebro de los hijos sucesivos se va atenuando paulatinamente. Según esta hipótesis, la homosexualidad dependería no de los genes, sino del ambiente uterino.

Los defensores de un componente genético de la homosexualidad se basan también en lo que se ha observado entre los gemelos idénticos: cuando uno de ellos es homosexual es más probable que el otro también lo sea, o que siga patrones más “femeninos” de comportamiento. E incluso cuando en una familia hay un hermano homosexual, es más probable que otro también lo sea.

Es triste que de estos temas no se hable abiertamente y sin prejuicios en la escuela y en la familia. Es triste la ignorancia de quienes creen que sus hijos se pueden volver gais por pura influencia ambiental, o porque les hablen del respeto por las minorías homosexuales. Es triste que hagan manifestaciones multitudinarias (donde los pastores gritan que el Espíritu Santo los acompaña) para defender prejuicios e intolerancia. Ha hecho bien la ministra Parody al proponer y defender una educación en la que se enseñe algo que sí puede enseñarse: respeto por las diferencias.

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