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Participación política: repensando los términos del debate

Francisco Gutiérrez Sanín
23 de septiembre de 2016 - 02:44 a. m.

Como sucede con otros puntos del acuerdo, me parece que nuestro debate acerca de la participación política de las Farc parte de supuestos erróneos. Sólo que éste es un caso particularmente serio de desacierto. No por casualidad –entran, por supuesto, otros factores importantes— el talón de Aquiles del acuerdo de cara al plebiscito es dicha participación.

Hasta el momento, la cosa está planteada en los siguientes términos: El uribismo afirma que es un escándalo que las Farc lleguen al Congreso. El Gobierno responde que aceptar que hicieran política fue un mal necesario, un resultado de la correlación de fuerzas; en un mundo ideal, el liderazgo fariano (o parte sustancial de él) se hubiera ido por décadas a la cárcel. Otras voces, en cambio, ven que la presencia de los insurgentes en la vida electoral no es problemática. Pero estas aserciones podrían estar apoyándose en falsas disyuntivas. ¿Qué tal que la participación política de las Farc sea problemática, y precisamente por eso deseable y necesaria? No sé si en realidad los negociadores gubernamentales no la querían, pero si la aceptaron a contrapelo terminaron actuando como el burgués gentilhombre de Molière, que “hablaba en prosa sin saberlo” (en este caso, hicieron lo correcto sin discernir por qué). La participación de la guerrilla desmovilizada en elecciones, con las respectivas estipulaciones para que pueda hacer oír su voz, no es una limitación de los acuerdos; es uno de sus más grandes aciertos.

Para entender por qué, hay que recordar lo que la investigación de alta calidad nos dice sobre los acuerdos de paz. Primero, una porción muy importante de ellos termina en recaídas en la violencia, quizás porque surgen otros actores (lo que nos pasó a nosotros en la década de 1960). Segundo, las desigualdades más peligrosas en términos de generar violencia organizada son las acumulativas y categóricas, aquellas en las que algunos sectores de la población no tienen voz (ver especialmente la investigación de Frances Stewart y asociados). Tercero, la paz es más sostenible y estable cuando sus beneficios son compartidos, y cuando hay monitoreo y seguimiento internacionales de la implementación de los acuerdos (según concluye Elisabeth Wood hablando acerca de “Los legados agrarios del conflicto en perspectiva comparada”). Cuarto, cuando hay cláusulas de participación política y se cumplen, el 21% de los acuerdos de paz termina en guerra; por el contrario, cuando esas cláusulas no se estipulan, el 79% de los acuerdos se cae (según reciente investigación de Aila Matanock; en esto coincide con las conclusiones de Stewart y lo que muestran investigadores como Cederman acerca de los beneficios de distribuir el poder). Parte de esas altas tasas de éxito se deben a que la participación electoral de la contraparte atrae más involucramiento internacional. Contrariamente a la lógica primitiva del uribismo (“no hay que premiar a los bandidos”), darle voz al actor que entra es una de las mejores formas de aumentar la probabilidad de que el acuerdo sea sostenible.

El rechazo de la ciudadanía a los horrores cometidos por las Farc contra miles de colombianos es perfectamente entendible. Pero, a menos de que compartamos la fantasía a la vez infantil y homicida de la Cabal (hay que dar bala sin restricciones “a los bandidos”, y si dices lo contrario eres del secretariado secreto de las Farc), es necesario entender que parte de la experiencia de ser ciudadanos es no olvidar nunca que estamos condenados a vivir juntos. Por los siglos de los siglos. Eso implica buscar acuerdos sostenibles. Ciertamente, las Farc no podrían pretender hablar a nombre del campesinado; a la vez, su X Conferencia muestra que tienen una voz agraria específica. Y más nos vale querer oírla. Hacerlo, y habilitar su expresión, no es una licencia espléndida; es parte integral de construir una paz sostenible.

 

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