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Paz y penaltis

Carlos Granés
08 de julio de 2016 - 02:00 a. m.

Ya sabemos lo que ocurre en ese estertor final que nos deparan algunas finales de infarto. De nada sirve haberse parado bien en la cancha y haber llevado con agonía el peso del partido.

En la tanda de penales, donde se resuelve el ganador, la estrella del equipo falla, el arquero se encuentra el balón con el pie, los nervios traicionan. Es el azar, más que los argumentos deportivos, los que definen quién se lleva la victoria. 

En el fútbol no hemos encontrado una mejor manera de resolver esos empates persistentes, pero en política deberíamos pensar en medios menos azarosos para decidir nuestro futuro. Y los plebiscitos —lo vimos con el resultado del Brexit— los carga el Diablo.

O ni siquiera: el Diablo, al fin y al cabo, es bastante predecible; los carga la emoción del momento, la vehemencia de una campaña a favor o en contra, los miedos que se filtran en la contienda. ¿Sabía la gente lo que estaba votando en el Reino Unido? ¿Estaba al tanto de los mil detalles técnicos, políticos, económicos que entraban en juego una vez abandonaran la Unión Europea? No pretendo responder esas preguntas. Me hago otra, más bien. Ante problemas tan complejos, en sociedades tan complejas, ¿pueden los líderes políticos dejar decisiones tan imprecisas en sus implicaciones al albur del voto de una población desigualmente informada, repartida —como en el caso de Colombia— en mundos tan lejanos como el campo y la ciudad, y proclives a lo que Borges tanto detestaba, el énfasis, por no decir la vehemencia y el fanatismo?

Someter los diálogos de paz con las Farc a un plebiscito tiene ventajas, desde luego, como involucrar a la sociedad civil en el proceso y darle poder vinculante con la legitimidad de los votos. Pero, por otro lado, dejar un proceso tan complejo en las calientes manos de una población que, por culpa del secretismo del Gobierno y del tremendismo de sus opositores, ha sido rondada por fantasmas y especulaciones, puede reducir un problema supremamente delicado a dos o tres eslóganes apocalípticos.

“Recuperar nuestro país”, decían los defensores del Brexit, incapaces de entender las reglas del mundo globalizado. “Entregar el país a las Farc”, dicen los opositores del proceso de paz, subestimando la fortaleza institucional del país y la memoria de la sociedad civil. De la misma manera en que no había nada que recuperar en Inglaterra, aquí no hay nada que entregar. Pero es lo de menos. El eslogan tiene un poder enorme para inocular esperanzas o alarmas que inclinan el resultado de un plebiscito. Preguntar a la gente parece democrático, pero no necesariamente ayuda a fortalecer las instituciones democráticas. Basta con pensar en el referéndum constituyente venezolano de 1999. Cuando lo que está en juego tiene consecuencias de largo alcance y moviliza pasiones inmediatas, nada garantiza que la gente vote con conocimiento de causa. Una minoría fanatizada puede imponer una corriente de opinión; las redes sociales pueden crear espejismos; el voto a los representantes del sí o del no, más que la pregunta misma, puede determinar el resultado.

Suelen gustarme esos finales futboleros de infarto, pero en el caso de la paz, dejar todo a los penaltis, así sea Messi quien cobre, me produce algo más que incertidumbre.

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