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Peñalosa, político vergonzante

Cristina de la Torre
26 de abril de 2016 - 02:13 a. m.

Por aséptico que quiera presentarse, Enrique Peñalosa evidencia, como todo gobernante, que la disociación entre técnico y político es ficción o una fanfarronada: al mando de la ciudad se llega para abrirle un rumbo determinado, echando mano de los poderes y del instrumental técnico necesarios.

A eso le llaman ejercicio del poder. Política. Y aquella fractura parece más caprichosa cuando pierde su inocencia la imagen de gerente que nuestro alcalde publicitó para hacerse elegir, por contraposición a la de politiquero y corrupto. Cuando resulta afeada por el interés del negocio que parece rondar decisiones de su gobierno. Como el de constructores que financiaron su campaña y serían los beneficiarios del atropellado proyecto de urbanización de la reserva Van der Hammen. Y más maltrecho todavía su prestigio, con la fábula de títulos académicos que nunca mereció. Pergaminos que cierta tecnocracia de colonias exhibe para distinguirse de la “canalla iletrada” y, en política, de la manzanilla.

Este afán de lustre encuentra nuevo impulso en el embate que técnicos dizque libres de pasión política protagonizaron contra la corrupción y la politiquería del Estado social. Declararon al capital privado refractario a la corrupción. (¿los tales Nule no existen?) Y emprendieron la privatización que no ha cesado en 25 años, a la que Peñalosa aportará la venta de ETB y la entrega de la reserva de marras a grupos financieros y especuladores urbanos. Otro paso que acerca a Peñalosa peligrosamente a la línea roja de la corrupción es su estrategia de expandir Transmilenio con articulados producidos por empresas con las que él ha mantenido relaciones comerciales. De ITAP, firma en la que Volvo participa, habría recibido honorarios por valor de 468.394 dólares.

En suma, se cambió el modelo político del Estado social por el modelo político del Estado neoliberal. Pero siguió incólume la manzanilla. Pura y dura, a la colombiana. Dígalo, si no, el nombramiento de los primeros alcaldes locales de Bogotá: tras mucho buscar “los mejores gerentes”, dizque en el ánimo de privilegiar la meritocracia sobre el clientelismo, terminó Peñalosa por designar a los que traían aval de poderoso padrino político.

El Proyecto de Plan de Desarrollo del alcalde respira, naturalmente, su concepción política de ciudad. Sobre ese documento dijo el Consejo Territorial de Planeación: “…presenta una ciudad a la que se accede en términos de infraestructura, espacio físico y servicios mercantilizados y no en términos de garantías sociales”. A lo poco de social que tiene se le asigna mísero 2% de la financiación. Monto vergonzoso para construir comunidad (seguridad, justicia, derechos humanos, víctimas, paz, posconflicto).

Tras la frialdad de la cifra yacen una idea de ciudad y los intereses particulares que la rodean. Sea desarrollista, sea neoliberal, toda tecnocracia –meritocracia la llaman hoy–, por incontaminada que se pretenda, no hace otra cosa que ejecutar decisiones de gobierno que por definición son políticas. La elección del modelo económico y social es política. Política fue la inspiración de la reforma agraria de Lleras Restrepo, sustentada en estudios de planificación económica y social, y propulsada por fuerzas políticas: el liberalismo reformista y el campesinado. Política es la reforma urbana de Peñalosa, de expansión de la capital sobre la Sabana, con sustento técnico precario o nulo y enderezada a favorecer a urbanizadores y banqueros.

Mejor le iría a Peñalosa si olvidara su presuntuoso fetiche del gerente, si erradicara de la Alcaldía sus intereses particulares, si sus técnicos sustentaran a derechas las políticas de gobierno. Si se sacudiera la culposa condición de político vergonzante.

 

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