Piantao

Sorayda Peguero Isaac
11 de abril de 2016 - 02:00 a. m.

Escribió en sus memorias que no comprendía por qué la gente estaba satisfecha haciendo siempre lo mismo.

No entendía por qué nadie había inventado retretes con bombas camufladas en el depósito de agua que explotaran cuando “ciertos políticos” tiraran de la cadena. No se explicaba por qué no existían taxis con un dispositivo interno que creara lluvia artificial los días de sol brillante, o por qué un lunes cualquiera el empleado de un banco no osaba tragarse el cheque que le entregaba un cliente. ¿Por qué no? Si eran “cosas simples”, decía.

Una tarde de invierno yo estaba sentada en el patio de su casa —la que habitó con su esposa Gala en Port Lligat—, riendo a carcajadas con las ocurrencias que escribió en su diario. Un impulso lúdico me tentó a crear mi propia versión de aquella canción de Piazzolla y Ferrer que festeja la locura. Abrí el bloc de notas del celular y empecé por la narración que antecede a la parte cantada. Escribí: de repente, de atrás de un olivo, aparece él. Con un pan de payés en la cabeza, el bigote rígido, alzado como la cola de una golondrina vista del revés, una capa de armiño sobre los hombros y unas alpargatas de esparto en los pies. Los pantalones de blanco lino arremangados sobre los tobillos. En una mano, su bastón de cuerno de rinoceronte, en la otra, una jaula diminuta desde la que se escucha el canto de un grillo.

“Soy un loco paranoico”, afirmaba Salvador Dalí. Explicaba que la suya podía ser una locura congénita, un desequilibrio que probablemente empezó a desarrollarse cuando estaba en el vientre de su madre. Sabía —eso decía— la fecha exacta del comienzo de su trastorno: un mes y medio antes de su nacimiento. En 1939, para expresar su desacuerdo con los cambios que la organización de la Exposición Universal de Nueva York impuso a su obra El sueño de Venus, redactó la Declaración de independencia de la imaginación y los derechos del hombre a su propia locura.

La relación entre el genio y la locura es un tema recurrente en la obra de Fernando Pessoa: “Es uno de los más interesantes que se le pueden plantear a la ciencia y al pensamiento analítico”, escribió en sus cuadernos. Para el poeta portugués, el genio no era compatible con el intelecto común, pero no creía que un loco pudiera convertirse en un genio. Pensaba que era imposible que el desorden psíquico que produce la locura favoreciera creaciones geniales. Consideraba que el genio era una dualidad, un estado de anormalidad y, al mismo tiempo, un estado de equilibrio con síntomas: superioridad intelectual, incapacidad de adaptación al medio, sensibilidad excesiva y acción completa e inteligente del subconsciente.

La egolatría de Dalí era rotunda: “Ante todo y a cualquier precio: ¡yo —yo solo—! ¡Yo solo! ¡Yo solo!”. Era el “niño-rey” de su casa, un pequeño tirano con ínfulas de anarquista que fue bautizado con el nombre de su hermano muerto. La sobreprotección de sus padres, que temían que su segundo hijo tuviera una suerte idéntica a la del primero, desencadenó su deseo vehemente de reafirmar su identidad. Desde entonces protagonizó un nutrido repertorio de anécdotas graciosas, absurdas, extravagantes, temerarias y crueles.

Salvador Dalí escribió Diario de un genio para demostrar que su vida cotidiana era totalmente diferente a la del resto de los mortales. Reunía particularidades que, según el análisis de Pessoa, debía tener un genio. Su alta capacidad intelectual y su sensibilidad son incuestionables, el subconsciente jugó un papel determinante en la creación de su método paranoico-crítico y la uniformidad colectiva le causaba ofuscación. Era el artista de las 1.000 caras, excéntrico, provocador y, hasta el final, contradictorio: “La única diferencia entre un loco y yo es que yo no estoy loco”.

sorayda.peguero@gmail.com

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