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Política de desarme

Daniel Emilio Rojas Castro
27 de octubre de 2015 - 02:00 a. m.

Bogotá requiere de una política de desarme que combine medidas de seguridad e inclusión social.

Nunca presencié un crimen, pero tuve la nefasta experiencia de ver cómo en Bogotá y en Cali una discusión acalorada o una riña o se saldaban con la sorpresiva y escalofriante aparición de un revolver.

Las armas cortas son sólo uno de los tipos de armas a las que tienen acceso los colombianos. Si el gobierno permite la comercialización de pistolas 9mm y de revólveres para protección personal, un potente mercado negro nutrido por el conflicto interno y el narcotráfico pone a su disposición un variado arsenal que incluye gases lacrimógenos, fusiles y granadas.

Algunas cifras dan cuenta de la magnitud del fenómeno. Un estudio de la Oficina de las Naciones Unidas contra la droga y el delito (UNDOC) señala que en Colombia se incautaron 39.925 armas de fuego entre 2010 y 2013 (una cantidad dos veces mayor al número de armas decomisadas en Irak en el mismo periodo). Según la Policía nacional, entre 2009 y 2014 se realizaron 12.866 descargos por robo o perdida de armas adquiridas legalmente. Estos números son apenas un indicador de la suma total de armas que circulan en el país sin ningún control.

La línea que separa la legalidad de la ilegalidad cuando se trata de un arma es bastante tenue. La mayoría de robos que se registran en Colombia se realizan con armas que fueron adquiridas legalmente y que con el paso del tiempo dejaron de serlo porque se extraviaron o porque fueron robadas o porque sus salvoconductos no fueron renovados. Cuando un arma sale del control monopólico de las autoridades es bastante difícil seguirle el rastro: basta, por ejemplo, con que el portador que posee un salvoconducto fallezca y que su familia cambie de domicilio. Así de simple.

Aunque nefastos, los ataques con objetos contundentes (piedra, palo, cuchillo, etc.) dejan al atacado un margen temporal y espacial más amplio para preservar su integridad y asegurar su supervivencia. En cambio, las posibilidades de provocar la muerte a otra persona aumentan cuando se efectúa un ataque con arma de fuego. Una política general de desarme no disminuye automáticamente la violencia y la agresividad, pero sí reduce el número de muertes.

La ejecución de políticas públicas que promuevan la inclusión social, la promoción del debate político, el acceso a la educación y al empleo, y una distribución más justa de la riqueza son necesarias para reducir la inseguridad y estimular el desarme. Ninguna política de desarme es efectiva sin un aumento de la seguridad. Pero aún si la efectividad del desarme no depende sólo de políticas que implementen la seguridad, la incautación de armas ilegales, la restricción del porte legal y los estímulos económicos para que el Estado compre las armas que poseen los ciudadanos son esenciales.

Desarmar a Bogotá y disminuir la inseguridad son dos de los retos de la nueva administración y aspectos indispensables para la vida en comunidad. Nos corresponde a los ciudadanos recordarlos y establecer una veeduría responsable para que se lleven a cabo.

 

 

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