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Polo a tierra

Rodolfo Arango
02 de mayo de 2016 - 03:43 a. m.

El Polo yace hecho trizas. Ha traicionado el mandato de sus bases.

De un partido de oposición se convirtió, en abrir y cerrar de ojos, en parte del gobierno que debe controlar. Guardadas las proporciones, es como si el jefe de la competencia fuese nombrado en la junta directiva de la empresa competidora, creyendo aún que se respeta la libre competencia y se evita el oligopolio en la cúpula del poder. No sólo el Polo, verdadero y oficial partido de oposición, ha quedado herido de muerte, sino también el principio del pluralismo político, médula de una democracia participativa y pluralista.

En su tercer y cuarto congreso nacional, máximo órgano de representación del partido, el Polo ratificó la oposición al gobierno. Esto por considerar que las políticas económicas, sociales y culturales de Uribe y Santos no interpretan el querer del pueblo y sus clamores de justicia y transformación social. Supo en su sabiduría la asamblea general del Polo, elegida en forma directa por voto popular, distinguir entre el apoyo sincero a la paz y el rechazo categórico a un gobierno contrario al interés general, privatizador, inequitativo y autoritario.

En contravía del querer de su máxima asamblea y violando los estatutos que ordenan obedecer su mandato, las mayorías directivas del Polo han apoyado la pragmática decisión de ingresar al gobierno al que debían, en representación de sus bases, oponerse. Queda así pulverizada, por ahora, la credibilidad de la agrupación política. Y es que nadie puede ser oposición y gobierno al mismo tiempo. Tampoco parcialmente. La responsabilidad por las políticas y ejecutorias del ejecutivo es indivisible, sin que pueda fragmentarse en parcelas según los intereses en juego. Lo que decidan esas mayorías en adelante será ilegítimo.

Una democracia constitucional, participativa y pluralista, requiere de partidos fuertes, coherentes, con ideologías diferenciables y actuaciones responsables, que promuevan visiones diversas a la población para la consecución del bien común. Ese modelo político, adoptado en la constitución de 1991, ha sido reemplazado en la práctica por la dictadura de las mayorías, contraria a los principios constitucionales, bajo el amparo del fin supremo de la paz. El principal anhelo de los colombianos se torna así en acicate para destruir la poca institucionalidad vigente en el país.

Mucho le falta aprender a la clase dirigente sobre constitución, participación y pluralismo. El unanimismo no ayuda a combatir sino que exacerba los peores vicios. Una verdadera democracia constitucional reconoce la importancia del disenso, de la pluralidad de propuestas, y del control político. En cambio, una democracia agregativa impone por la fuerza de los números su visión hegemónica, con lo cual se torna arbitraria y afecta la credibilidad en el gobierno. En el constitucionalismo contemporáneo la doctrina de que el fin justifica los medios no tiene cabida.

Y todo por la paz. Pero, ¿qué paz? Una paz ilusoria, por supuesto. Autoritaria. Hegemónica. Precaria. Aquí ni la doctrina del doble efecto, acuñada por Santo Tomás, y llevada a la práctica por otro santo, pasa la prueba. Esto porque los efectos dañinos del unanimismo partidista son superiores al buen fin buscado de asegurar la paz. La paz en abstracto no ampara o justifica todo. Tampoco el realismo político es aconsejable cuando se quiere asegurar el consenso general en torno a un vital objetivo. Paradójicamente el daño institucional orquestado por la política de gabinete refuerza la antes inconveniente constituyente, y esto para afianzar los principios republicanos sobre los que se funda la nación.
 

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