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Que chupe el perro, y los demás

Francisco Gutiérrez Sanín
28 de abril de 2016 - 08:17 p. m.

El megaéxito de un youtuber chileno en la Filbo desató, como era de esperarse, todos nuestros instintos apocalípticos.

Con excepción de los pocos que, muy razonablemente, llamaron a la tranquilidad, las reacciones se dividieron en dos grandes categorías. Primero, los que denunciaron al youtuber y a la tecnología infernal en la que se apoya, prediciendo toda clase de catástrofes, desde el final de la práctica de la lectura hasta la banalización completa de la juventud. Segundo, aquellos que reprocharon a la “academia” su aburrimiento, exigiéndole montarse al carro de la historia, y usar en sus presentaciones aunque fuera un par de ayuditas audiovisuales. Como he oído o leído ambas cantinelas muchas veces, sin dejar nunca de reírme para mis adentros, tomo al paquete chileno de marras para glosar una y otra versión.

1. ¿Se va a acabar el mundo? Las nuevas tecnologías quitan, pero también dan: las generaciones de usuarios compulsivos de los nuevos aparatos tendrán mucha peor ortografía, pero escriben y leen constantemente (en una pantalla). Contra todo lo que dicen los conservadores tecnológicos, son mucho más letradas y acuden más que cualquier otra que haya conocido la humanidad a la manipulación de signos. De hecho, las nuevas tecnologías han implicado una democratización radical de la palabra escrita. Y la verdad, no conozco una sola juventud que no haya tendido a oscilar entre lo banal y lo siniestro. Expresiones de angustia por ello se pueden encontrar ya en Platón, y desde ahí hasta la generación de mis padres que se quejó, con toda la razón hay que decirlo, en términos similares de la nuestra. Que la actual aparentemente se incline más por la banalidad que por la sangre es más bien un signo alentador.

2. ¡Volvámonos amenos! ¡A conquistar el mundo! Pero la gran, gran mayoría (no todos) de los esfuerzos de los “representantes de la academia” por tratar de competir con youtubers y especies análogas no sólo implican una grotesca pérdida de dignidad, sino que se basan en una serie de incomprensiones muy básicas. Comienzo recordando que el aburrimiento es un derecho humano; y no el menor. Y no, la historia no es un carro manejado por un conductor que sabe muy bien qué quiere y a dónde va, sino una caprichosa bricolera.

Si no hubiera gente que se interesara por cosas que a la mayoría les parecen demasiado complicadas para fijar la atención, no tendríamos ni matemáticas más allá de la actividad del contador, ni música altamente elaborada, ni ciencia, ni filosofía. La maravilla de la división del trabajo permite que estos nichos puedan subsistir y seguir sus propias lógicas autónomas. Los otros días me decía un amigo boliviano que su país había pasado por una larga etapa de “diversificación sin especialización”. Sufrimos un síndrome análogo, que hace difícil comprender la lógica de aquellos nichos, los únicos capaces de empujar la frontera del conocimiento en sus áreas respectivas. De la misma manera que el rechazo instintivo del cambio tecnológico, aunque se vista de progre, es la expresión de un conservatismo de matriz hispano-católica, la incomprensión del papel de la alta especialización es aún otra cara de nuestra cultura anti-innovación.

Cierto, en algunas (pocas) ocasiones el científico de primera línea y el gran divulgador han encarnado en una sola persona: Stephen Jay Gould es el mejor ejemplo que se me ocurre. Pero no les exijan a estudiosos o científicos o músicos que hacen cosas objetivamente complejas que jueguen a ser youtubers. Los mejores en todo caso muy rara vez lo harán. Y aún así podrán disfrutar de muchos seguidores, porque sus audiencias son rabiosamente fieles y se extienden indefinidamente en el tiempo. Bartok ha vendido muchísimo más que Juanes, y Jay Gould que el chileno del perro.

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