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¡Que viva el grafiti!

Aldo Civico
09 de marzo de 2016 - 02:00 a. m.

¿Es el grafiti arte o vandalismo? El debate se ha reavivado revelando cuánto les cuesta a la institucionalidad y “a la gente de bien” entender las formas estéticas y los malestares profundos de los jóvenes.

La polémica más reciente fue provocada por los grafitis que aparecieron la madrugada del domingo en un vagón del metro de Medellín, el cual es para la capital paisa un símbolo por excelencia de cultura ciudadana. “Apoyamos el arte y la cultura, pero rechazamos el vandalismo”, comentaron los dirigentes del metro. El alcalde Gutiérrez, que ha hecho el ejercicio de escuchar a los grafiteros, remató en su cuenta de Twitter: “una cosa es el grafiti como arte y otra muy diferente como vandalismo”.

Los grafiteros que pintaron el metro lograron su propósito: en un momento en que en Medellín se habla mucho de participación ciudadana, desencadenaron un debate sobre el grafiti. Y el dato interesante no es el debate en sí mismo, sino que la pintada del metro logró desenmascarar el lenguaje que promueve el poder para clasificar al grafiti (y de paso a los grafiteros).

De hecho, es interesante notar que quien tiene el poder se atribuye el papel de definir e imponer el límite entre arte y vandalismo, entre lo que está bien y lo que está mal, lo que es posible y lo que está prohibido. Es el poder, también con el uso del lenguaje, el que genera espacios estriados, con líneas rígidas, que demarcan quienés están adentro y quiénes no.

Aunque el hecho de apreciar el arte y condenar al vandalismo se hace con la intención de mostrarse inclusivos, en realidad, a un nivel mas profundo, esta distinción revela una actitud estigmatizante, porque se niega a entender lo que hay detrás de una pintada del metro. Además, crear un vínculo entre grafiti y vandalismo es peligroso, porque profundiza la criminalización de los artistas urbanos, sobre todo los que viven en áreas marginalizadas. Esto lleva a consecuencias dramáticas y criminales, como lo han demostrados los asesinatos de Diego Felipe Becerra en Bogotá y de Israel Hernández en Miami —ambos asesinados por policías que encarnaron el lenguaje de la distinción entre arte y vandalismo, y que se atribuyeron el derecho a matar—.

De hecho, la distinción entre arte y vandalismo es ficticia y no tiene mucho sentido. No hay grafiteros que son artistas y otros que son vándalos. Hay grafiteros y punto. Porque el grafiti es en su esencia un acto político de trasgresión y un ritual de empoderamiento. Nace para molestar, provocar e incomodar al “pensamiento correcto”. El grafiti no está para que guste, sino para que incomode.

Al final la pintada del metro en Medellín nos invita a preguntarnos: ¿qué es vandálico? ¿La pintada del metro o las políticas que de manera sistemática han relegado a la mayoría de los jóvenes de Medellín a la marginalidad?

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