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Racismo institucional

Tatiana Acevedo Guerrero
14 de febrero de 2016 - 02:00 a. m.

El martes 15 de diciembre de 1925, las primeras páginas de la prensa registran la crisis por falta de carreteras y ferrocarriles para el transporte de carga.

En la publicidad que acompaña la noticia, la Sociedad Colombo Alemana de Transportes Aéreos anuncia la contratación urgente de personal. Todos los medios de transporte se requerían, el Magdalena estaba seco. “Continúa la sequía del río Magdalena”, se informó el viernes 18. En los recuadros de los lados figura un telegrama enviado al gobierno por Nicolás Dávila, gobernador del gran Magdalena: “Hánse sublevado goajiros contra civilizados, atacando con armas de fuego (…) Hácese indispensable fuerza pública, pues policía departamental es insuficiente someter salvajes rebelados”.

Tras tres días de desmanes “contra el estado” descritos en telegramas (y el envío de refuerzos) el tema desaparece de la prensa. En el fondo del Ministerio de Gobierno del Archivo General de la Nación, hay otras cartas con una versión distinta. Un ciudadano de Riohacha explicó que la reacción de la población indígena fue contra los llamados “resguardos” (tropas estatales de recolección de impuestos famosas por sus excesos) y en un contexto de sequía y hambre. Y hasta un obispo, que dijo conocer bien la problemática, escribió al ministro contándole que la población indígena escapaba por grupos rumbo a Venezuela “asediados por el hambre, el fuerte verano y la carencia absoluta de agua”.

Algo similar ocurrió en los días que rodearon la masacre de Bahía Portete. Esta vez se afirmó que los homicidios eran “producto de rencillas familiares o del robo de droga” entre ellos mismos. Algunas autoridades reportaron que la gente que caminaba por grupos hasta Venezuela lo hacía debido a sus “costumbres nómadas”. La masacre, en la que la cúpula del Bloque Norte decidió, con ayuda de agentes del Estado, humillar a la población a través de la tortura a sus mujeres líderes, desató la salida de 600 indígenas hacia Venezuela. “Eso fue un dolor muy grande, como un sueño porque no supimos qué fue lo que pasó, porque antes de llegar ellos, nosotros no teníamos problemas con nadie, no teníamos enemigos como lo dijo el gobierno municipal y departamental, todo eso se lo inventaron (…)” explicó una de las sobrevivientes.

Sí, se trata de un pueblo guerrero, baquiano en contrabando y tráficos. Sí, tiene una historia de conflictos entre clanes regulada internamente. Y sí, como en muchos otros sitios el paramilitarismo se encaramó en rencillas locales preexistentes. En su momento, entrando al proceso de paz con los paramilitares, fue práctico desenganchar al gobierno de cualquier responsabilidad. Diez años después de la masacre, en diciembre de 2014, algunos grupos de la comunidad retornaron a Bahía Portete, acompañados por la Unidad de Víctimas y Restitución de Tierras. Al comenzar el 2015, varios dijeron sentirse inseguros debido a nuevas amenazas y rumores. Semana.com entrevistó al teniente coronel David Tovar, quien declaró que los problemas eran “conflictos entre familias” y agregó que “son comunidades que han vivido así por siempre”.

Entonces como ahora fue fácil dar alguna explicación para zafarse de cualquier responsabilidad. “No se murieron de desnutrición”, “deben cambiar su cultura”, “es que no valoran la infancia”, “su historia es demasiado complicada”. El acumulado de misterio y rabia de la comunidad, sus reglas, renuencia a disiparse, a comportarse como “buenos indígenas ecológicos” o a darse ya por vencidos y venirse a la ciudad. Los desencuentros entre burocracias, la pereza a aprender del otro, la pedantería de los funcionarios de alto nivel. Nada es nuevo.

 

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