Rehenes de la paz

Mauricio Rubio
15 de septiembre de 2016 - 02:00 a. m.

El secuestro es un talón de Aquiles del proceso de paz, y del plebiscito.

La idea de dialogar con rebeldes como “gran oportunidad de transformación” del país surgió en los ochenta. Alguna vez, criticando la mesa del Caguán, propuse compararla con la negociación de un secuestro que abarcara no sólo el rescate sino el manejo de asuntos familiares. La analogía sirve contra la pedagogía insultante y pueril de “guerra, paz, amor y odio”; invita a tomar en serio lo difícil que ha sido este proceso con curtidos extorsionistas para las víctimas de secuestro. Muchas perdonaron y aceptan la reinserción; reconocen la necesidad de redistribución, inclusión política y social, pero rechazan que sus plagiarios lideren debates políticos. No soportan la semejanza entre las concesiones del gobierno y lo que enfrentaron sus familias al pagar un rescate.

María Claudia Saffon, fervorosa creyente en la renovada nación posconflicto, alega que la guerrilla también cedió, una anotación tan oportuna como recordarle a parientes de un rehén que las exigencias iniciales estaban bien por encima de lo finalmente pagado. Lo irritante fue el regateo político, a puerta cerrada, con chantajistas electoralmente exiguos.

El conflicto tuvo complicaciones inimaginables que este proceso sepultó con tierra. Así como no pudimos acumular conocimiento colectivo para negociar con secuestradores, no logramos que la paz fuera política de Estado en lugar de iniciativas presidenciales aisladas que explican el actual rifirrafe. El único hilo conductor es “guerra a los narcos, diálogo con los rebeldes”. Hubo decisiones cruciales reactivas, poco pragmáticas, con descarada intromisión del Tío Sam y súbitas volteretas. Con más soberbia que realismo y respeto a la sentencia de la Corte, el gobierno amenaza que si pierde el plebiscito volverá la confrontación.

No sería el primer giro de 180º. Tras cederle a Pablo Escobar un artículo de la Constitución por entregarse y luego fugarse de su Catedral, vino una vergonzosa alianza de fuerza pública, agencias norteamericanas, narcos y paramilitares, sin que el pacifismo protestara. Recoletos fue otro viraje: un pacto de no agresión con el Cartel de Cali, corrupción política tradicional, que los mismos gringos cómplices de la sangría de los Pepes sabotearon, como antes hicieron abortar conversaciones con quienes ofrecían dejar el tráfico de cocaína a cambio de impunidad; los jugosos arreglos se hicieron después, individualmente, en beneficio de la justicia norteamericana. Los afanes para apaciguar o desmantelar organizaciones criminales, todos por la paz, no tuvieron agendas ambiciosas. ¿Qué tal haber discutido política de vivienda con Escobar o profundización financiera con los Rodríguez Orejuela? El pacto de Ralito sí provocó indignación entre quienes aplauden estos ambiciosos acuerdos. Solo violentos de izquierda tienen estatus político.

En el boom del secuestro alcancé a planear con mi esposa cómo negociaríamos un rescate. No anticipamos, ni habríamos aceptado, discutir con los captores la necesidad de estudiar más, o subdividir el apartamento, para mejorar nuestras finanzas; transar bajo amenaza tiene límites. Alejandro Reyes afirma que en este proceso se mantuvieron “las líneas rojas de lo que no era negociable”, pero esa difusa frontera fue personal, arbitraria, y secreta. Existen enormes discrepancias individuales en esa percepción subjetiva, que no fue la de una víctima de secuestro, como demostraron familiares de los diputados del Valle. Entre incondicionales del Sí se destacan por su generosidad dos grupos tan minoritarios como vociferantes: quienes no comparten con los violentos sus métodos pero sí la obsesión por derrocar el sistema, y las élites que esperan sacarle el jugo al rediseño del país. Son el reverso de la medalla del furibismo, y entre ambos pervirtieron el debate.

El ELN decreta cese de actividades y secuestra en varios departamentos; gobierno y pazólogos callan, pero tocará negociar con esa guerrilla que, dice la doctrina, tampoco será derrotada. Estudiaremos su proyecto político, se escribirá una historia más petrolera del conflicto y refundaremos la sociedad, con fe similar a la ya extinguida del 91, y a la que ahora permite sentirnos al final de una guerra civil que oficialmente nos recordaron que existía.

Para elenos y los que surjan, serviría dejar montada la mesa en La Habana: los beneficios fueron palpables. El proceso mismo -disertar largo sobre muchos temas- ablandó guerreros: se educaron, o los agarró la manigua, pero dejaron de tratarnos como rehenes y empiezan a pedir perdón. Por esta razón, y porque los acuerdos contienen lo crucial –se liquida la guerrilla más vieja del mundo- reitero mi apoyo al Sí, sin grandes expectativas ni temores. La hoja de ruta acordada no llevará al castrochavismo: enfrentará la farragosa realidad nacional, hordas de leguleyos empantanándola con tutelas, corrupción, toneladas de droga y hasta paros armados con justa causa. Ojalá el nuevo Fiscal rescate rescates escondidos y despeje inquietudes sobre los últimos secuestrados en poder de las Farc, los rehenes de la paz.

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