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Salvar a Colombia

Oscar Guardiola-Rivera
26 de octubre de 2016 - 02:00 a. m.

Hace unos años hablé con Eric Hobsbawm acerca de la guerra y la paz en Colombia.

Discutimos la noción según la cual sus orígenes se entremezclan con la más larga historia de conflictos por la tierra, y la memoria reprimida de la disolución de los lazos que unen a comunidades tradicionales y campesinas con sus medios ambientes.

Sobre los más recientes intentos de llegar a un acuerdo de paz, la cuestión del impacto de esa historia traumática en la corrupción de las instituciones nos pareció central.

Un artículo publicado por Sergio Jaramillo en el 2006 puntualizó ese fenómeno. Pero no era la primera vez que alguien observaba la manera en que la circularidad viciosa de la guerra amenazaba deslegitimar por completo las instituciones.

A comienzos de los 90, la incesante ola de asesinatos de líderes comunitarios y políticos, en especial la Unión Patriótica pero también activistas y políticos liberales de centro, reveló ese fenómeno a un grupo de estudiantes y académicos jóvenes.

De allí surgió el movimiento estudiantil de la Séptima Papeleta. Algo se sabe acerca de la iniciativa por una nueva constitución que emergió de ese movimiento. Se sabe menos acerca de sus intentos por adelantar un acuerdo entre las FARC y el gobierno en ese contexto.

Como vocero del movimiento, tuve entonces la oportunidad de hablar con el secretariado de las FARC a través de un radioteléfono ubicado en un sótano de la Casa de Nariño. Propusimos que como parte de un proceso de dejación de armas enviaran representantes suyos que participarían junto a las demás tendencias sociales y políticas en el proceso desde la base, la discusión y escritura de la nueva constitución. Esos intercambios nos indicaron que para alcanzar la paz sería necesario crear algún tipo de mecanismo para compartir el poder, parecido al que existe en Irlanda del Norte.

Pero ello implicaría dejar ir poderes que concebimos como nuestros en forma exclusiva, y redescribir los valores que asociamos a ellos: transformar nuestra identidad desde el punto de vista del enemigo. Ello requiere generosidad, hospitalidad y grandeza. Preguntarnos “cuales son nuestros valores más sagrados?”, y aún más difícil dejar ir la parte de esos valores que pueda estar atada a los hábitos imitativos que hace la guerra “adictiva”.

Quizás por ello ese movimiento ha servido de referencia a las actuales movilizaciones. Estas últimas podrían lograr algo que nosotros no supimos hacer: mezclar movimientos y demandas rurales y urbanas, y así romper el hechizo del estereotipo dual que más ha marcado el destino del conflicto.

Si se transforman en asambleas multiplicadoras del proceso en La Habana entre las bases, y convergen con las Juntas de Acción Comunal, dada la presencia territorial y naturaleza jurídica de éstas últimas, podrían salvar el proceso.

 

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