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“Saúl”: la terquedad de un iluminado

Arturo Guerrero
11 de marzo de 2016 - 02:35 a. m.

La cinta húngara “El hijo de Saúl” nos ganó en los Óscar como mejor película extranjera. Superó a nuestra “El abrazo de la serpiente”, y nos dejó con los crespos hechos.

No es extraño. Su director Laszlo Nemes, de 39 años, quiso hacerla desde muy niño, a sus cinco, luego de que su mamá le relatara la desaparición de su familia en los campos de exterminio nazi.

Educado en Francia, de padre director de cine, y él mismo asistente del célebre Bela Tarr, Nemes vio todo el cine sobre el Holocausto, leyó todos los libros, entrevistó a sobrevivientes, en especial a miembros de los sonderkommandos, escuadrón de prisioneros judíos obligados a hacer limpieza en aquellos campos.

Apuntó a una película distinta y lo logró, en forma y fondo. Los críticos han destacado esa cámara en mano que muestra la cara de piedra de Saúl, uno de los sonderkommandos, y apenas insinúa en desenfoque los blancos cuerpos gaseados, las llamas que los engullen luego, los socavones sin escape que serán también la muerte de estos colaboracionistas forzados.

También han elogiado el sonido hiperrealista –gemidos, sofocos, órdenes, disparos, la parafernalia del infierno- que envuelve al espectador y lo hace ver por los oídos.

Casi ninguno, en cambio, ha escudriñado en el contenido subliminal de este filme asombroso. Lo han visto como uno más de los infinitos productos cinematográficos con que los judíos han construido la memoria de la tragedia llamada Shoah.

Nada que ver. Saúl, el judío húngaro protagonista, está en Auschwitz sin estar. Por eso tiene cara de piedra, mira sin ver, no se rebela contra su suerte doblemente abyecta de condenado a muerte y ayudante de los verdugos de su pueblo.

Es un autómata hasta cuando, luego de una descarga de gas que sofoca a decenas, escucha unos quejidos, una señal de vida imposible. Provienen de un niño, casi adolescente, que superará la cámara envenenada pero no el asesinato que a continuación le propina un médico con uniforme militar nazi.

Saúl, hombre simple, relojero de oficio, enciende su imaginación y le da vida a esta muerte que se convierte en su única obsesión. Procrea al niño en su mente, lo hace su hijo, se propone enterrarlo con las honras y rezos del judaísmo.

Desde entonces se pertrecha en una modalidad casi autista de resistencia. Sin evadirse de los hornos y fusilamientos, fabrica un mundo interior y solitario en los límites entre creencia y locura. Es ciego al contexto, soporta las humillaciones, les es infiel a sus colegas que consiguen armas para enfrentar el horror con horror.

Uno de ellos le critica el poner en peligro a los vivos por favorecer a un muerto. Pero él avanza en una lucha mística, pues ha comprendido lo que nadie: ese niño es la vida que superó el exterminio, su cuerpo y su muerte posterior son sagrados, es imperativo consagrarse a su dignidad como verdadera victoria contra lo atroz.

La progresiva sonrisa final –único gesto amable en casi dos horas- es el hundimiento espiritual de Auschwitz por la terquedad de un iluminado.

arturoguerreror@gmail.com

 

 

 

 

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