Sin noticias del más acá

Héctor Abad Faciolince
07 de enero de 2017 - 02:48 a. m.

Los teólogos y los predicadores religiosos suelen describir con lujo de detalles todo lo que nos va a ocurrir tras la muerte, en el más allá.

Bien sea que nuestro destino ultraterreno sea el castigo o el premio, ellos lo saben todo sobre el maravilloso reino de los cielos y los horripilantes abismos del infierno. Durante siglos hubo, en la geografía católica del mundo fantasmal, incluso un purgatorio, aquel lugar sin pena ni gloria cuya mayor virtud consistía en que no era eterno, pues tenía esas cualidades perfectas de la vida: principio y fin. 

Pero bueno, lo que quiero decir es que se necesita tener una imaginación prodigiosa para escribir sobre unos sitios de los cuales no se tiene noticia ni experiencia alguna. Cuando los ayatolas les prometen 365 vírgenes a sus terroristas suicidas, parecen imaginar con el deseo. Pero hay cielos y hades poblados con más imaginación. La fantasía de Dante, por ejemplo, puebla maravillosamente (con palabras) Inferno, Purgatorio y Paradiso. Y al ser la suya una obra fantástica, así use descripciones realistas, no nos importa un comino si lo que cuenta es verdadero o no. De algún modo la literatura está mucho más allá de la verdad. En un escenario fantástico lo imposible se vuelve posible: los vivos hablan con los muertos; el fuego quema, pero no consume; el éxtasis del orgasmo dura siglos.

Toda esta introducción para decir que durante estas vacaciones yo he estado viviendo en una especie de más allá de la tierra. Retirado en los confines del mundo civilizado, sin acceso a internet ni al radio ni a periódicos o televisión, he vivido dos semanas como en un más allá paradisíaco al cual no llegaban ni remotamente las noticias del más acá. El mundo tal como es, con sus guerras, sus políticos, su mugre, sus hospitales y sus cárceles, no tocó mis ojos ni mis oídos durante 15 días.

El sitio en el que estuve no es lo importante (pudo ser la Patagonia, las selvas del Vaupés, las planicies de Mapiripán o los ríos del Guainía) sino la sensación de no estar en el mundo de las buenas o de las malas noticias. Tuve la suerte, además, de que este año sucedió el extraño fenómeno sabático (ocurre cada siete años) de que 25 de diciembre y 1 de enero cayeron en domingo, con lo cual mi rutina de 52 artículos dominicales se interrumpió como por encanto y tuve la fortuna de estar eximido de escribir sobre la realidad del mundo o del país, como tengo que hacerlo cada viernes desde que tengo memoria de estar vivo. Sin el cable a tierra del periodismo, me elevé como un globo y me perdí en las nubes. Así como la salud consiste en que el cuerpo parece no existir, así mismo la dicha consiste en no sufrir el mundo.

Y hoy escribo, entonces, mi primer artículo del año sin tener ni la más remota idea de lo que ha ocurrido en Colombia, en África, en Europa, sin saber si hubo un cataclismo en el Japón, sin tener ni idea de si mi Dios nos hizo el milagro de acordarse de Putin o de Trump, sin noticias sobre el aumento del salario mínimo o el índice consolidado del desempleo y el costo de la vida. Para escribir o comentar algo sobre eso que llamamos “el mundo real”, tendría que inventar.

Conscientes de esta evasión decembrina de muchos colombianos, los políticos aprovechan estas fechas para meternos el dedo en la boca. ¿No habrá pasado el Congreso alguna ley de aumento del IVA o alguna tasa más a los asalariados? Seguro que sí, pero todo eso formará parte del guayabo del retorno a la realidad, de la inmensa resaca con que el próximo martes nos daremos cuenta de que el mundo no es solo glaciares, guanacos y ñandúes, árboles milenarios y ríos cristalinos, selvas vírgenes y montañas sagradas a las que no ha llegado aún la minería, sino también, y sobre todo, gobiernos, tráfico, horarios, oficinas, insultos, intrigas, atentados, cuentas de Twitter, odios, conflicto, gritos, amenazas, inflación, anuncios indudables de que estamos en el epílogo de la vida, es decir en las vísperas del fin del mundo.

 

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