Siria o el petróleo sangriento

Reinaldo Spitaletta
20 de diciembre de 2016 - 02:00 a. m.

¿Qué sabemos de Siria en tiempos de la globalización capitalista y del desarrollo tecnológico de los medios de comunicación?

¿Qué sabemos acerca de la muy encarnizada disputa geopolítica en esa parte del inhóspito mundo contemporáneo? Quizá de Siria, la de hoy, tenemos imágenes de un niño muerto (Aylan Kurdi) en una playa turca, o lo que informan (o desinforman) medios occidentales, o de los refugiados que llegan a Europa y a veces ni pueden atravesar fronteras, aunque son mano de obra barata y calificada.

¿Qué sabemos de un país que tiene una gran riqueza histórica, más pasado que presente, más patrimonios de la humanidad que bombas? Ah, y, por lo demás, rico en petróleo y gas, que puede ser, hoy, una desventaja, como lo fue, por ejemplo, para África tener diamantes y muchos recursos naturales más. Petróleo, maldito petróleo, bendito petróleo. Tal vez por ahí sea el asunto clave.

¿Qué sabemos de ese país árabe, islámico, cuya constitución contempla que todo refugiado independientemente de su religión, etnia, ideología política y estatus social tiene derecho a recibir la nacionalidad siria salvo si la persona ha cometido delitos de terrorismo? ¿Qué sabemos sobre el conflicto más allá de que se trate de un enfrentamiento entre un dictador y alianzas terroristas?

Desde principios del siglo XX, lo que se denomina Occidente volcó su mirada de ambiciones hacia el oriente cercano para apoderarse de sus recursos. Francia e Inglaterra, como lo hizo en otros tiempos y ámbitos un papa con América, se lo repartieron con compás y regla desde 1916. Sabían que el imperio otomano caería y entonces ese mundo pleno de riquezas podría ser para los occidentales, como, en efecto, pasó. Aquellas geografías se tornaron inestables, excepto en Siria, donde la convivencia se puso como paradigma, pese a “la mezcla religiosa de chiitas, sunitas, alauitas, drusos, cristianos ortodoxos y católicos. Y la étnica entre árabes, libaneses, sirios, persas, armenios, turcomanos, kurdos, asirios, yazidies, gitanos, beduinos y un gran etcétera”, como lo señaló un analista del portal Enajenación Mundial.

En ese país, el de la berenjena ahumada y el keshek refrescante, la guerra civil, aupada por potencias extranjeras, ha cobrado miles de víctimas y destruido ciudades que son parte de la herencia cultural de la humanidad, como Alepo. Siria, que ha apoyado a los palestinos contra Israel, perdió parte de los Altos del Golán y acogió a miles de refugiados de Palestina. Se sabe, o eso dicen otros medios distintos a los occidentales, que Israel ha patrocinado a los rebeldes sirios contra el mandatario (o dictador) Bashar al-Ásad y a los yihadistas de Al-Qaeda.

A estos últimos también los apoyan la OTAN, Inglaterra y Estados Unidos. Todos, como se sabe, más que una presunta defensa de la “democracia y la libertad”, van tras las riquezas sirias y buscan montar un gobierno títere que les sirva a los intereses estratégicos de Washington y sus aliados. Todos a una han convertido a Siria en un infierno. El ejercicio de la barbarie camufla las verdaderas intenciones de los depredadores de adentro y fuera de ese país.

¡Huy!, y nada más bárbaro que el mercado. Por su control se invade, se aplasta, se arrasa incluso con bibliotecas, mezquitas, catedrales, con todo lo que la otra parte humana creó para los avances del saber: la arquitectura, las ciencias y las artes, se pulveriza con bombas y cañones. Alepo, con más de tres mil años de historia yace bajo la sangre y las cenizas. De allí las tropas oficiales desalojaron a los yihadistas y sus colaboradores de la OTAN y Estados Unidos. La “alianza imperialista” que denominan por esos lares.

Viendo lejanas imágenes de Alepo se recuerda la historia de la destrucción. Se rememoran los bombardeos yanquis contra Irak, la devastación en Bagdad y otras ciudades iraquíes de tesoros culturales, aparte de los millones de víctimas. Y así, hacia atrás, pasando por las ciudades destruidas en la Segunda Guerra, como Nagasaki, Hiroshima, Stalingrado, las alemanas como lo relata Heinrich Böll en su apocalíptica novela El ángel callaba, y así, devolviéndonos en la máquina del tiempo, hasta llegar a Troya y más atrás todavía. La guerra es la máxima creación humana (la más perversa) para terminar con la humanidad.

¿Qué sabemos de Siria? ¿De sus muertos, de sus vivos? ¿De los niños de Alepo? ¿A quiénes pertenecían las cabezas cortadas que miembros de Isis han exhibido como trofeos de su irracionalidad? ¿Qué de lo que allí hace Putin y qué sobre lo que quiere Trump para la región? Quizá nos enteremos por otros medios cuando todo sea fuego y ceniza.

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