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Soledad

Ignacio Zuleta Ll.
20 de octubre de 2015 - 02:00 a. m.

Hay olores de olores.

Pero el que se sentía al pasar por este primer piso era complejo: orín de gato, azufre y coliflor, desaseo corporal. La primera sensación, luego de un cuidadoso y corajudo escrutinio olfativo, condensa como un cubo de sustancia para sopa, la miseria humana: olor a persona, encierro, apartamento parisino del premier étage, una historia, un universo.

Madeimoselle Melvina Savary era una niña cuando la guerra, llamada la segunda, explotó en su mundo. Ella, que nunca había sufrido de hambre ni de frío, que no había visto muerto ni un perro callejero, quedó expuesta a la crudeza del conflicto. Sus padres, un ingeniero del Ejército y una enfermera caritativa con los otros y cruel con sus dos hijos, se enrolaron completamente en el servicio de la patria. Melvina fue enviada a Rouen donde una tía pobre para escampar de los estampidos y el desastre, pero ya era tarde. Su sistema nervioso y su mapa psíquico habían quedado marcados por el desasosiego extremo y permanente, la sensación de que el mundo es un lugar en incesante bombardeo y la compulsión a guardar como una ardilla ansiosa todo lo que se pudiera acaparar para la vida.

Melvina trató, sin duda, de acomodarse a la posguerra. Terminó sus estudios secundarios, cursó secretariado comercial con éxito y aprendió taquigrafía, nociones de inglés, los básicos de la contabilidad empresarial y llegó incluso a tomar un curso de patisserie con el gran patissier Roger Bertrand. Pero ni la taquigrafía ni el eclair le ayudaron a conseguir un compañero permanente. Se aventuró a vivir con un griego que se hacía pasar por respetable empresario de aceites y de olivas, que la explotó con más fuerza que las bombas de la guerra y no volvió a ensayar estos comercios. Como sus padres habían sido de libre pensamiento, no tenía el solaz de acudir a la iglesia a muñequear con las vírgenes y santos. Por sus manos había pasado un tratado de Madame Blavatski, pero esas teosofías se estrellaban contra su pragmatismo que ella misma calificaba de neurótico: imprescindibles un techo, una alacena con conservas, esmalte de uñas color sangre de toro y todas las novelas románticas posibles. Si además había un gato…

Así que, 70 años después del bombardeo, hace unos días, cuando el olor que salía por debajo de la puerta del 1B del 35 Rue Ripaul cambió de gama, casi nadie notó la diferencia. Con la invención de los porteros electrónicos ya no había concierge permanente. De no haber sido por los maullidos exacerbados del gato que ya llevaba haciendo escándalo dos días, a Monsieur Leclerc, general retirado y añoso, pero que aún frecuentaba la escalera, no se le habría ocurrido tocar el timbre, golpear con insistencia y luego de no obtener respuesta, llamar a los gendarmes.

Mademoiselle Savary llevaba —dice la Fiscalía— tres días de fallecida. Por fortuna el frío del invierno parisino entrando por la apertura para el gato… La última visita de alguien conocido había sucedido hacía dos meses, cuenta Monsieur Leclerc, que tomaba cotidianamente sol en su balcón y le seguía la pista a los vecinos, sin meterse mucho. Para sacar el cadáver —que lucía las uñas de las manos y los pies perfectamente pintadas con esmalte— hubo que deshacer literales montañas de latas de comida de expiración antigua, toneladas de libros de novelas y docenas de frascos de removedor y esmalte para uñas. Las máscaras protectoras protegían solamente del olor externo. Pero un hedor a soledad podrida, que se escabullía del plano físico y reptaba hasta el alma por algún resquicio, flotó por muchos días por sobre el Sena.

 

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