¿Somos de verdad tan corruptos?

Santiago Gamboa
21 de enero de 2017 - 02:00 a. m.

Ahora que la guerra se aleja retirando su manto, aparecen en la superficie otras urgencias, enfermedades que ya conocíamos y teníamos diagnosticadas, pero cuyo flagelo no se había logrado medir cabalmente. La peor es el gran estallido de la corrupción.

Tanto felicitarnos por el ahorro que supondrá la paz y ahora resulta que el gasto más grande, el que nos ha desvalijado en las últimas décadas no fue la guerra, sino el robo directo al Estado por parte de algunos de sus hijos más ilustres, gente preparada y “decente” de la sociedad. ¡Quién lo iba a pensar! Los mismos que gritaban ¡patria!, que se desgarraban las vestiduras por el país, resultaron ser los peores delincuentes. ¿Luchaban en nombre de alguien? No, lo hacían para sí mismos. Eran y son los Robin Hood de sí mismos, para satisfacer su imperiosa necesidad de ser más ricos. La enfermedad del arribismo, que según he visto arrasa en Colombia, es la única explicación a este comportamiento, pues es una corrupción enteramente hecha por personas… ¡que en principio no lo necesitaban! Pero, un momento, ¿cómo que no? Lo necesitan para aumentar su poder y eso justifica cualquier riesgo. Curioso que lo que aprendieron en esos lugares tan exclusivos donde se educaron haya sido a adorar la riqueza y a sacrificar por ella cualquier principio ético.

El exviceministro Gabriel García, por ejemplo, fue calificado por su jefe Álvaro Uribe de “personalidad joven más importante del Caribe y de la patria”, así como de “cartagenero ilustre”. ¡Ilustrísimo! Economista de la Universidad de los Andes y especializado en Estados Unidos, ¿qué más credenciales necesita alguien para ser considerado “decente” en un país clasista como el nuestro? Pero lo que aprendió en esos salones tan sofisticados no fue la capacidad de pensar el mundo desde parámetros elevados, sino la urgencia de pertenecer y mantenerse en la élite. Sin importar que las consecuencias de su latrocinio engendraran más desigualdad, más odio social y más violencia.

Porque ser rico es muy caro, así que hay que ir a beber de la fuente, que es el Estado. Y esto, me temo, lo llevan haciendo más de un siglo. Sospecho que detrás de gran parte de las más elegantes familias del país hay un bisabuelo que hizo este trabajo sucio, usando la política como trampolín económico, pero luego, con el tiempo que todo lo borra, la cosa se fue quedando en el pasado. Los problemas de seguridad y el narcotráfico y la profusión de enemigos impidieron que la ley se fijara en gente tan honorable e ilustre.

Pero esto podría cambiar, pues Colombia ya no es la misma. El escándalo nacional por Odebrecht o Reficar o los Nule y todo lo que va saliendo, unido al clamor de senadores valerosos como Claudia López, hará que la clase política tradicional, a menudo aliada y propiciadora de estas jugarretas, empiece a ver que el nuevo país que se está fundando tras el proceso de paz no se va a dejar manosear tan fácil como el de antes. Habrá que poner al país en la lavadora y dejarlo varios ciclos, porque si no se logra tendremos que aceptar que Colombia no es en realidad una democracia (¿vieron la entrevista al rey de los contratos en Semana?) sino llana y simplemente un Estado corrupto, en manos de rufianes y pícaros.

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