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Terror a la carta

Sergio Otálora Montenegro
02 de julio de 2016 - 04:59 a. m.

MIAMI.- Con la masacre de Orlando, considerada la peor en la historia reciente de Estados Unidos, el terrorismo islámico se ha convertido en una peligrosa etiqueta que se le podría colgar a cualquier acción sangrienta.

¿Fue la matanza en el colegio de secundaria Columbine, en 1999, una acción terrorista? ¿Lo fue la de la Universidad Georgia Tech, en 2007? ¿O la de Sandy Hook, en 2012, en la que las víctimas fueron 20 niños entre los seis y siete años, de una escuela primaria en Newtown?

Todas ellas produjeron gran conmoción nacional y fueron ejecutadas por personas muy jóvenes, desquiciadas, perdidas en los laberintos del resentimiento y la locura. La de Orlando tuvo un ingrediente adicional: el hombre que abrió fuego juró lealtad a la organización terrorista Estado Islámico. Además, visitaba de manera regular una mezquita al igual que la discoteca gay donde produjo la tragedia. 

Por lo tanto, no quedan claras las motivaciones últimas de ese crimen y, como lo dijo la secretaria de justicia, Loretta Lynch, acaso nunca se sepan de verdad las razones que llevaron a Omar Mateen a apretar el gatillo de su rifle semiautomático con el que asesinó a sangre fría a 49 personas.

Los últimos ataques terroristas en Estados Unidos, ejecutados por supuestos musulmanes, fueron llevados a cabo por individuos sin afiliación alguna a nada, excepto a su religión. No tenían conexiones directas con el Estado Islámico o con cualquier otra célula terrorista. Eran unos asesinos solitarios, motivados tal vez por una combinación de enfermedad mental y fanatismo.

El mismo que llevó a un joven energúmeno blanco, apenas de veintiún años de edad, racista desde chiquito y convencido de que el color de su piel debe ser el único permitido en Estados Unidos, a acribillar, sin contemplaciones, a unos afroamericanos que asistían a un servicio religioso en la histórica  Iglesia Emanuel de Charleston, en Carolina del Sur.

¿Hay la posibilidad de que, después del terror vivido el 11 de septiembre de 2001, en Nueva York, vuelva a darse en suelo estadounidense una acción coordinada de una magnitud similar, o parecida a la que aterrorizó a Paris el pasado 13 de noviembre?

Es imposible tener la certeza de que acciones  de esas características no volverán a suceder en un país envuelto en una guerra a muerte contra ISIS. Pero lo que sí es seguro es que en un territorio donde hay 88 armas por cada 100 habitantes, cualquier demente, a nombre de Ala, el Ku-Klux-Klan, la Virgen María o El Guazón, podrá entrar a un recinto cualquier, armado hasta los dientes, y abrir fuego.

Y todos los servicios de inteligencia se romperán la cabeza tratando de descifrar el enigma, los móviles, las relaciones, los contactos, las horas antes del atentado, con quién habló el asesino, a dónde viajó, qué comía. Y los radicales de siempre sacarán provecho del pánico generado, de la indignación, del miedo.

Así se encuentra ahora este país, con la paranoia en alerta roja, con medidas de seguridad extremas en los aeropuertos, y sin espantar todavía, a pesar de las evidencias, el peor demonio que se pasea, sin remedio, por todas las esquinas del imperio: la posibilidad de adquirir un arma (corta o larga, de cacería o de guerra) con la misma facilidad –casi- con la que se compra un electrodoméstico.

El terrorismo ha vuelto a ser uno de los ejes de la campaña presidencial. Quién mostrará más los dientes en la tumultuosa geopolítica del medio oriente, quién será más convincente en el manejo del enemigo externo, ahí estará una de las llaves para entrar a la Casa Blanca.
Republicanos y demócratas no quieren actuar de verdad para poner controles efectivos en el comercio de armas. La razón es sencilla y preocupante: hay un electorado que se ha comido el cuento de que sus derechos serán vulnerados si alguien se mete con sus pistolas. Y los fabricantes de productos bélicos están felices con sus empleados de la Asociación Nacional del Rifle y con una enmienda, en la constitución, que les garantiza su negocio a perpetuidad.

Es la combinación perfecta para que continúe la tragedia en medio de la  fantasía de que Estados Unidos es una nación excepcional, grande, en donde todo, o casi todo, está bajo control.

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