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Tolerar a los intolerantes

Héctor Abad Faciolince
04 de septiembre de 2016 - 02:07 a. m.

La reciente discusión sobre el burkini en Francia, así esté teñida de frivolidad, es un pequeño síntoma de las dificultades de ser tolerantes incluso en el país donde Voltaire desarrolló el concepto de la tolerancia como camino para la convivencia pacífica entre las opiniones discordantes.

Parece pueril que mientras los refugiados sirios se debaten entre la muerte y el hambre, mientras en Turquía encarcelan miles de periodistas, el gran tema francés sea sobre la moda, es decir, sobre trajes de baño. Sin embargo, también estos detalles hablan de la salud de una nación. Si el Tribunal Supremo no hubiera dicho que prohibir el burkini es anticonstitucional, creo que hoy estaríamos más preocupados sobre el futuro de las libertades en Europa.

Uno de los grandes dilemas de la democracia es definir hasta qué punto se debe tolerar a los intolerantes. Es decir, si hay un grupo político que quiere imponer a toda la población una supuesta Verdad absoluta, en la religión, en la indumentaria o en la ideología ¿cómo debe enfrentar la democracia a un partido así? ¿Se le deben dar derechos a una minoría que, de llegar al poder, impediría a las minorías ejercer sus derechos? Hay grupos que, en caso de conseguir la mayoría de votos, harían que su “Verdad” se volviera obligatoria e impondrían que el Estado adoptara su creencia como única legal. ¿Hasta qué punto hay que tolerar, entonces, a los militantes del totalitarismo que eliminarían toda tolerancia si llegaran al poder? En Francia el dilema es cuánto tolerar a los islamistas. En Colombia el debate consiste en definir hasta qué punto tolerar al nuevo movimiento político de las Farc, sin duda intolerante si fuera mayoría.

No creo, como temen quienes poco confían en la libertad, que el país se haya entregado al castrochavismo. Pero sí está claro que el Acuerdo de Paz permite que un grupo castrochavista armado e ilegal, se integre a la sociedad como nuevo movimiento político legal y desarmado. Y este nuevo movimiento, a su vez, podría unirse al más veterano castrochavismo sin armas, digamos a Petro, Piedad Córdoba, una fracción del Polo, etc. ¿Debe permitirse que estas minorías unidas tengan siquiera la oportunidad remota de llegar a ser una mayoría que suprima los derechos de los que entonces estarán en minoría? La regla dice que sí: la democracia tolera a quienes proponen un tipo de gobierno intolerante. Así como tolera al integrista religioso que ocupa el cargo de procurador, también debe tolerar a quienes defienden algún otro tipo de “dictadura popular”.

Hay quienes creen que los líderes de las Farc firmaron la paz para poderse jubilar sin el miedo a morir en la selva calcinados bajo una bomba incendiaria. Quizá. Pero es más probable que la guerrilla haya dejado las armas con la ilusión de llegar al poder por la vía electoral. Chávez los convenció de entrar en la legalidad con ese argumento: que en América Latina era más fácil que el movimiento bolivariano llegara al poder por la vía de los votos que por la vía de las armas. Y es a ese escenario al que muchos colombianos —pesimistas sobre la madurez política de los ciudadanos— le temen.

Nuestros órganos de control político no son tan frágiles como los de los países árabes. Cuando Uribe quiso torcer la Constitución por segunda vez, la Corte le dijo no y, a pesar de sus mayorías, Uribe se resignó a acatarla. Si la guerrilla quiere proponer el modelo venezolano como sistema político y económico, sacará tantos votos como tiene Maduro de aprobación en el país: prácticamente nada. Tenemos la suerte de podernos mirar en el triste espejo del país vecino. Colombia ha sido alérgica al populismo dictatorial. Creo que la tradición cultural y política colombiana tiene suficientes defensas y suficiente información como para poderse permitir una franja de intolerantes sin sentir miedo de que lleguen a gobernar. El verdadero problema estará en una multiplicación de acciones de protesta ingobernables. Pero ese es otro tema.

 

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