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Triste juventud: de activismos y revoluciones

Valentina Coccia
29 de abril de 2016 - 03:11 a. m.

Uno de los grandes legados que nos dejó el siglo XX fue el legado de la juventud: la cúspide de la vida, la trampa de la belleza, la eternidad del espíritu vital.

Ese mayo francés, que en la primavera del año 68 retumbó como una onda irreversible en todos los rincones del planeta, sacudió con la fuerza de una gran revolución las bases de la sociedad tradicional. En París, la gran comunidad estudiantil no redujo su protesta a una triste y desolada marcha por las calles, sino que además llenó el significado de la palabra “revolución” con las minucias del comportamiento humano. En París, los estudiantes erigían bastiones de rebeldía en una ciudad repleta de siglos de historia; una ciudad de inmaculada tradición. Universidades, teatros, oficinas del gobierno, fábricas y otras edificaciones que se atenían a ciertas reglas de comportamiento, y a ciertas jerarquías políticas y sociales, se llenaron de jóvenes universitarios que discutían, que comían, que dormían, que se amaban y que disfrutaban allí del dulce estrépito de la heroína o del rock. No habían más espacios institucionales y sagrados.

Profesores y estudiantes, jóvenes y viejos, padres e hijos, hombres y mujeres, ricos y pobres: a los ojos de esta nueva generación ya no había jerarquías. Ese lenguaje cortés y moderado que estaba diseñado para guardar las distancias ya no estaba hecho para estos jóvenes, cuyas voces vibrantes y agresivas retumbaban sin tantas ceremonias. Sus gestos eran expansivos, naturales; sus caras expresaban la cólera, la rabia, el desprecio e incluso las inmensas convulsiones de placer.

Pero, ¿qué pedían estos jóvenes? ¿Qué querían del general De Gaulle? ¿Era una simple protesta de izquierdas? Más que esto, la juventud parisina del 68 se negaba a entrar en el círculo de la sociedad de consumo; se negaba a perpetrar la devoción al Estado y a las instituciones; se negaba a respetar el tabú que imponía la tradición, el discurso religioso, el recato. La revolución del mayo parisino lo quería todo: un mundo más justo, donde la sociedad tradicional, las instituciones o la religión no atentaran contra los derechos de la humanidad. Esa abolición de las jerarquías, que se expresaba concretamente en la invasión de los espacios institucionales, en el lenguaje directo y en la vibración de los cuerpos desinhibidos, realizaba la verdadera igualdad.

Dicen que los historiadores tenemos nostalgia de los tiempos que nunca pudimos vivir. El mayo del 68 es uno de mis nichos preferidos, y disfruto imaginando la protesta de esos jóvenes, que por primera vez en la historia, decidieron creer en un mundo librepensador, que pusiera los derechos de la humanidad por encima de cualquier jerarquía, institución o creencia; que cuestionaron el sistema hasta su último compartimiento y que lucharon (haciendo del tabú una realidad visible) por un mundo mucho mejor del que sus padres y abuelos se hubieran atrevido a pedir.

Me da nostalgia del 68 porque la juventud de hoy en día no se asemeja ni pálidamente al legado de estos estudiantes revolucionarios, que con la simpleza de sus comportamientos cambiaron la realidad de una época. La juventud del siglo XXI es una juventud triste, alienada por el prometedor escándalo de las redes y de los medios de comunicación. El sentido de pertenencia, que antes se manifestaba en el arraigo profundo a la juventud como grupo social, a una ideología política, a una cultura propia, y a un interés genuino por el sufrimiento humano, ahora se sujeta a un sentido de pertenencia virtual, aislado de la realidad y que se reduce a unas relaciones superficiales con el mundo.

El mundo virtual induce a las jóvenes generaciones a una profunda mediocridad. El acceso ilimitado a todo tipo de información, curiosamente, ha hecho de la juventud un grupo no solo más aislado de la realidad, sino que también más ignorante y pasivo. Para encontrar una información de cualquier tipo me basta sumergirme en las infinitas posibilidades de la red, sin necesidad de buscar otros caminos al conocimiento. Si quiero ver el hambre, la pobreza, el desempleo y la injusticia, me basta con preguntarle al doctor Google y con compadecerme de las terribles imágenes y noticias que encuentro en la red. Para nuestra juventud, pareciera que el mundo virtual fuera el único caldo donde se cuece la sabiduría sin fin.

Tristemente, el activismo juvenil hoy solo consiste en expresar mi indignación en las redes sociales; en poner en mi foto de perfil la bandera del país aquejado por la injusticia y el terror; en compartir las imágenes más atractivas sobre el tema y en irme a dormir tranquilo, pensando que cumplí con mi deber. La falta de participación, el cuestionamiento a las instituciones, a los valores y a la violencia ya no forman parte de los intereses de nuestra juventud, que cada vez más alienada de la realidad, rompe con furia y sin piedad el significado y el legado de la palabra “revolución”.
 

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