Las palabras de Trump durante su investidura fueron —de nuevo— un instrumento contundente, alejado de la fluidez y ritmo de Obama, de la empatía de Clinton o, incluso, de la campechanía propia del estilo de George W. Bush.
El protocolo actúo y Donald J. Trump es el cuadragésimo quinto presidente de los Estados Unidos. En ese sentido, el simbolismo y la institucionalidad propia del rito de la transferencia pacífica de poder que se desarrolla cada cuatro años se cumplieron a cabalidad. Como es de rigor todo ante la mirada atenta de representantes de todos los poderes del Estado y de los expresidentes Obama, George W. Bush –su padre, también expresidente, George H. W. Bush se encuentra en el hospital aquejado de problemas de salud derivados de su avanzada edad-, Clinton y Carter. Así, tras el juramento del vicepresidente Mike Pence y en medio del frío propio del enero en Washington, D. C., el magnate de los negocios inmobiliarios y personalidad de los reality shows alzó su mano y juró su cargo ante el Juez John Roberts. Le siguieron las salvas de cañón habituales –veintiuna de acuerdo a la tradición-. Y, después, el discurso. Un discurso en el que Trump se mostró como siempre lo ha hecho. Sus palabras fueron las mismas que pronunció durante la campaña. Trump no ha cambiado desde que ganó las elecciones. Parece que su intención es mantenerse fiel a sí mismo. Y ahí está lo preocupante del nuevo presidente.
El discurso como llamada a la acción
Las palabras de Trump fueron –de nuevo- un instrumento contundente, alejado de la fluidez y ritmo de Obama, de la empatía de Clinton o, incluso, de la campechanía propia del estilo de George W. Bush. No cabe duda de que las primeras víctimas de la presidencia Trump van a ser la retórica y la oratoria. Pero es lógico. Las palabras presidenciales, cuando han calado más en su tiempo y en la posteridad, tienen un valor inspirador. Las aspiraciones de esperanza y cambio de Obama, el optimismo contagioso de Reagan, la energía movilizadora de Kennedy o la resiliencia como virtud ante la adversidad de Franklin Delano Roosevelt –y eso por no hablar del gigante de los discursos breves que fue Lincoln- se proyectaron desde sus palabras.
Pero Trump no ofrece esperanzas. Ni siquiera ofrece soluciones, sólo diagnostica problemas. No quiere inspirar a nadie. Constatan la incertidumbre que produce el cambio. Certifican el miedo al otro –como lo demuestra al proponer el gabinete ministerial menos diverso en, al menos, treinta años, y en el que no hay un solo hispano, por ejemplo-. Incluso inventa problemas inexistentes, bien sean una ola de criminalidad que estaría asolando los Estados Unidos y que sólo puede ser respondida con mano dura, o un ISIS de capacidad infinita que él destruirá –durante la campaña presidencial llegó a decir que él, sin experiencia militar alguna, sabía mejor que los generales en el Pentágono qué hacer con el autodenominando Estado Islámico-.
Curiosamente, al hacer eso, Trump ha presentado a sus conciudadanos -y al mundo- la imagen de un país cuasifallido. Un país que no es modelo a seguir. Un país en declive. Un país que necesita una cirugía reconstructiva tan urgente como radical y que pareciera envidiar que autócratas como Putin o Assad porque no están restringidos por cosas tan molestas como la división de poderes. Así, el liderazgo estadounidense –incluso su atractivo como democracia de referencia- se erosiona por lo que Trump ha exagerado para llegar a sentarse en el Despacho Oval, operando como agravante, no como paliativo.
Trump es Trump y lo seguirá siendo
Sin duda, hay mucho de exageración en la situación que dibuja –que no está exenta de dificultades, sin duda-, pero que refuerza las sensaciones de una buena parte de los estadounidenses que se sienten excluidos por las elites políticas, culturales y económicas que desde Nueva York, Los Ángeles y Washington, D.C. navegan exitosamente en la globalización. Una apelación a los instintos de todos aquellos que se sienten superados por el ritmo de los tiempos.
Por todo eso, las palabras fueron duras durante la posesión. Así debían sentirse para ser consistentes con lo que esperan sus electores del hombre de negocios -aparentemente- resolutivo que se ha hecho infinitamente famoso por la frase “You’re fired” –estás despedido- en el programa de televisión The Apprentice y por los mensajes a través de twitter siempre combativos. Siempre contra alguien o algo. Rara vez conciliadores. Trump no ofrece soluciones, porque la solución es él. El nuevo presidente se prefigura como héroe salvador. El ya presidente se representa como la voz del pueblo. Porque no es sutil. Porque es como es. Y ha sido claro, mucho, se acabó el tiempo de las palabras vacías –como si alguna vez las palabras estuviesen vacías-, es la hora de la acción. Olvídense de sutilezas. El debate sólo demora la decisión.
Por eso el discurso de Trump fue breve, directo y, casi cabría decir, básico. Impropio de un político, porque él –pretende- no serlo. Pretende liderar un movimiento, no gobernar en el sentido tradicional. Trump es una pretendida solución a los problemas. Por eso no concreta mucho más allá del nacionalismo como programa político y económico. Y, sí, he repetido conscientemente pretende y derivados.Desde noviembre muchos esperaron que el presidente electo cambiase, que investido de la responsabilidad de su cargo, se moderase y buscase acuerdos. Pero no. Nada más lejos de la realidad. Su cuenta de twitter ha sido un instrumento para la pelea. Por eso la única conclusión pausible es que Trump no va a cambiar.
Y ese es el gran problema. Donald Trump con su forma de ser y de expresarse –porque sí, las palabras cuentan- ha quebrado las barreras de la convivencia. Con un discurso divisivo. Intimidatorio. Irrespetuoso. Contra minorías. Contra mujeres. Contra inmigrantes. Contra buena parte de su partido y, por supuesto, contra los demócratas. Trump, más allá de aciertos o errores durante su gobierno, ya ha causado un significativo deterioro de la civilidad como bien social, y por tanto, a la calidad de la democracia.