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Un círculo desalentador

Piedad Bonnett
10 de abril de 2016 - 02:00 a. m.

El domingo pasado una avalancha de gente llenaba de tal modo la calle 95 entre 11 y 15, que la Policía de Tránsito se vio obligada a cerrar el acceso de los automóviles.

No se trataba, como podría pensarse, de una protesta por los atascos que produce la construcción del deprimido de la 94, que ya lleva cuatro años largos (restaurar el Templo de Bel en Palmira, una joya de 2.000 años destruida por el EI, llevará cinco). Los cientos de muchachos que hacían colas interminables, y que estuvieron subiendo desde la estación de Transmilenio desde las siete de la mañana, iban por los libros que a 5.000 pesos anunciaba un librero que compra los saldos de las librerías y luego los revende.

Sí. Aunque nadie lo crea, esa horda de jóvenes de barrios apartados —muchos de los cuales no pudieron entrar por la magnitud de las colas— subía con la esperanza de conseguir libros que muy seguramente no pueden comprar en las librerías. No sé si los libros del paisa que puso el negocio —que él presenta como actividad filantrópica— son buenos o malos. Pero este no es el punto. Es lo que este simple evento revela. ¿Será que el problema de la lectura tiene que ver con la carestía de los libros?

No todo es tan sencillo como decir que lo que pasa es que en Colombia los libros son muy caros. Es ya importante que estos no tengan IVA. Son caros, sin embargo, en relación con el poder adquisitivo de la mayoría. Los importados, ni se diga, por el precio del dólar. En cuanto a los producidos aquí, en sí mismos no lo son tanto, ya que la dinámica del mercado del libro es muy compleja; según los que saben, entre el 30 y el 35% del precio al público se invierte en la producción; entre el 15 y el 20% va para el distribuidor, que se encarga de ponerlos en librerías; un 35% o más es para los libreros; y un triste 10% para el escritor, sin el cual no existiría lo demás. Como dijo en estos días el escritor Aguilera Garramuño, “…de verdad que ponerse a escribir novelas es un acto de optimismo radical: gasta uno muchos años en una quimera que podría terminar en la basura o totalmente ignorada”.

Pero todo comienza con la demanda. En un país donde casi nadie lee, toca hacer ediciones pequeñas, que encarecen el libro desde el comienzo. ¿Y por qué no hay demanda? Porque no hay hábitos de lectura. Atérrense: de acuerdo con las investigaciones, la primera razón por la que los colombianos no leen, es porque no les gusta. Y porque sus padres no leen y en la escuela la lectura es una obligación tediosa, en manos de maestros que muchas veces tampoco leen, o que lo que piden a sus alumnos son encasillamientos sin sentido. En conclusión: muchos jóvenes que leen no tienen recursos y difícilmente pueden comprar libros. Y la mayoría no se engancha a la lectura porque el sistema de enseñanza falla a la hora de seducirlos. Por todo esto, resultan tan importantes las iniciativas de los Ministerios de Educación y de Cultura, que le están apostando a la capacitación de maestros, al crecimiento de la Red de Bibliotecas Públicas, y a la campaña Leer es mi cuento. A ver si algún día esto cambia.

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