A principios de la década de los noventa vivía en Pamplona, la hermosa y fría ciudad de Norte de Santander.
Había pasado una infancia y adolescencia marcada por las tomas de la guerrilla en el departamento de Sucre. Para llegar a la estación de la policía los guerrilleros debían atravesar medio pueblo y cuando el tiroteo empezaba todos estábamos encerrados y resguardados debajo de las camas. Muy de malas el borracho que se atravesaba a su paso. Al día siguiente, los subversivos siempre se llevaban a uno de los médicos del pueblo para que curara a sus compañeros caídos en el combate. Y los agentes de la policía heridos o muertos, eran trasladados a Magangué o hacia Sincelejo.
La guerra era dura, pero dejaba vivir. A las casas de tenderos y dueños de depósitos llegaban los emisarios de los guerrilleros a cobrar, en efectivo o en especie, un impuesto que no sabíamos por qué se pagaba.
Pero con el correr de aquellos infaustos años una guerra aún más descarnada se apoderó de aquella Mojana. Empezaron a morir seres cercanos a los afectos: la profesora, la vendedora de comida, el locutor de la emisora, el boticario, hasta los burros amanecían llenos de plomo. La guerrilla se replegó monte adentro o hacia las montañas del Corcovado, los cerros situados en la orilla del río Cauca, situada al frente del municipio de Guaranda. Ante la llegada de los paramilitares, se supo que la guerrilla había huido: se acabaron las tomas, pero el miedo y el terror cundió en cada vereda, corregimiento y en los cuatro pueblos de la región sureña de Sucre: Majagual, Sucre, Guaranda y Achí (Bolívar)
Supe entonces que Colombia era una nación dividida. Una nación dividida con una población civil que rara vez tuvo la posibilidad de escoger entre los combatientes de una guerra que llegó como un fenómeno de imposición por protección. Porque en sus orígenes las Farc surgieron como las primeras autodefensas campesinas. Entonces continuaron las agresiones entre semejantes, parientes, vecinos, amigos y surgió la desarticulación de los lazos comunitarios que se profundizaron cuando aparecieron los paramilitares. Ellos llevaron la sevicia a un extremo superior al de los campos de concentración creados por los alemanes en la Segunda Guerra Mundial.
La población civil y los campesinos sufrieron la desintegración de su vocación cooperativista. Siempre acostumbrados a agremiarse, fueron declarados blanco de la guerra, en especial la que provenía del estado y del para estado uribista. Empezó el caos inherente a toda guerra: guerrilleros que cambiaron de bando; un conflicto que ocurría en zonas alejadísimas y la sepultura de las protestas sociales.
Porque a partir de la sinvergüencería nacional llamada Frente Nacional, no se ha permitido en Colombia la consolidación de movimientos sociales. Y aquí es donde vale resaltar que con el inicio de los diálogos de La Habana surgió La Marcha Patriótica. Una voz múltiple que al igual que cualquier movimiento de protesta social en Colombia, ha sido estigmatizada llamándola brazo de la subversión. Como ha sucedido con la figura del campesino: subestimada como si fuera incapaz de poseer el conocimiento para protestar por lo que ocurre allí donde ha nacido, crecido y padecido.
Además, desde el Uribato se gestó un proyecto de invisibilización del dolor que se padecía en la periferia colombiana. En las ciudades inmunes al conflicto rural se silenció la voracidad del conflicto. Hasta que las hordas de campesinos y pueblerinos las invadieron y la máscara de los del corazón grande, empezó a diluirse. Hoy, a las puertas de un plebiscito por la ratificación de un país en paz, conviene tener memoria para no continuar envilecidos por el odio que sostiene a los negociantes de la guerra que, a falta de las Farc echando bala, quedarían sin el perverso asidero político de la seguridad democrática.