Publicidad

Un señor de corbatas y metáforas

Julio César Londoño
08 de enero de 2016 - 08:13 p. m.

Para algunos, el poeta Óscar Wilde es un ejemplo perfecto de estilo sentencioso, decorativo, plagado de cortinas púrpura, de oro y pórfido y toda esa utilería versallesca que las locas estilaban.

Al dramaturgo Wilde lo acusan de poblar sus obras con clones suyos. La criada es epigramática, la señora irónica, el marido cultísimo, el amante sarcástico, el jardinero aforístico y el vecino esteta y pedófilo.

Hay que aclarar que la pedofilia es un delito reciente. En los tiempos de El cuarteto de Alejandría e incluso en los de El callejón de los milagros, la pedofilia era una excentricidad, algo que oscilaba entre las delicatessen y los vicios decadentes, pero no era una monstruosidad. Cuando Nabokov publicó Lolita, la ovación fue unánime. Cuando Gabo quiso repetir la gracia 60 años después, casi lo linchan. Pero me desvío. Retomemos.

Para otros, Wilde era un hábil embaucador, un coleccionista de paradojas, alguien que sabía, como Shakespeare, que la lógica es una perra que se acuesta con todos, que “incluso las cosas ciertas, pueden ser demostradas”. Sin esfuerzo alguno, y solo por el placer de llevar la contraria, demostró que la naturaleza imita al arte, y puso como ejemplo el caso del cambio del clima de Londres en la segunda mitad del siglo XIX, “cambio que se debe por entero al influjo de la escuela impresionista”. Demostrar que también la naturaleza humana imitaba al arte, le resultó mucho más sencillo. Para lograrlo citó ejemplos del influjo de la novela en la moda, de los modelos de vestidos copiados de pasajes de Hugo, Scott o Balzac, y de los asesinatos que se cometían en Inglaterra siguiendo los métodos utilizados en los relatos policíacos.

Odiaba el realismo, sobre todo el realismo de la miseria, y lo censuraba a su manera: “Dickens es nuestra primera autoridad en todo lo que es de segundo orden”, decía para menospreciar el rigor de Dickens en la descripción de costumbres, modas y jergas. Para subrayar el sadismo de este crítico de las miserias de la revolución industrial y la explotación infantil, decía: “Si la tensión decae, tortura a un niño”.

A mí me gustan sus postulados críticos. Por ejemplo: “El crítico puede ser inexacto”. Es decir que puede equivocarse en sus apreciaciones. O que no cabe hablar de “equivocaciones” en una materia tan subjetiva como la literatura. La exactitud, Wilde lo sabía perfectamente, era una entelequia reservada, en el mejor de los casos, al orbe matemático.

“El crítico no tiene que ser sincero”. Con espíritu wildiano, W. H. Auden dirá después: “Toda la poesía mala es sincera”.

Con Wilde, la crítica se libera de funciones ancilares y exegéticas y se erige como un género autónomo: “El único deber del crítico es dejar una bella página so pretexto de comentar una obra de arte. Procurará siempre hacer más profundo su misterio y más alta su majestad”.

Para Borges, “mencionar el nombre de Wilde es mencionar a un dandy que fuera también un poeta, es evocar la imagen de un caballero dedicado al pobre propósito de asombrar con corbatas y metáforas. Pero también es evocar la noción del arte como un juego selecto o secreto. Leyendo y releyendo a lo largo de los años a Wilde, noto algo que sus panegiristas no han advertido: el hecho comprobable y elemental de que Wilde, casi siempre, tiene razón. The Soul of Man under Socialism no sólo es elocuente; también es justo”.

Alguna vez le dije a Álvaro Pío Valencia que yo lamentaba esa manía de Wilde de estar buscando siempre la forma de impresionar al lector. De ser constantemente brillante, cínico, original. Si hubiera sido menos exhibicionista, habría sido más profundo, dije. Valencia me miró con compasión: “Es probable que hubiera sido más profundo… pero no habría sido Wilde”, dijo.

 

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar