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Un socialista fugaz y original

Eduardo Barajas Sandoval
12 de julio de 2016 - 02:42 a. m.

El socialismo europeo, en busca de respuestas a problemas nuevos para sobrevivir como alternativa política, puede apelar a la herencia de quien se adelantó a conciliar equilibradamente la fuerza ciudadana y la intervención del Estado.

Michel Rocard ha muerto a los ochenta y cinco años después de una vida llena de realizaciones fugaces que no pudieron terminar en su meta de llegar a la presidencia de Francia. No obstante, su vida misma es una especie de victoria. La cosecha de sus propuestas vive todavía en varias generaciones de pensadores que, tanto como el gran público, lo consideraron siempre como uno de los más fructíferos actores de la vida pública del país, cuando no el político más popular de Francia. De esos políticos admirados por todos pero por quien pocos se atreven a votar.

Nacido en un ambiente típicamente “burgués”, hijo de un riguroso científico e investigador para quien toda vocación política parecía una aventura sin futuro, Michel se fue a Sciences Po a hacer la carrera típica de los tecnócratas de la época, que luego pasaban a la Escuela Nacional de Administración para seguir luego, bien entrenados, su camino por los laberintos del poder.  Fue allí donde descubrió su vocación de izquierda y participó en la fundación de un “Partido Socialista Autónomo”, que sería la primera de las varias versiones del socialismo democrático en las que militaría a lo largo de su vida, hasta terminar en la corriente principal del Partido Socialista Francés.

Como en un juego de cartas definidas desde la misma temprana época de Sciendes Po, allí se encontró con otro joven promisorio, Jacques Chirac, a quien trató infructuosamente de vincular a su naciente partido. También desde entonces se opuso al futuro jefe de la derecha extrema, Jean Marie Le Pen. En el grupo solo faltaba la pieza principal: el provinciano Francois Mitterrand, con quien Rocard jamás se pudo entender. A quien no permitió vincularse a uno de los nacientes movimientos de la izquierda socialista. Y a quien desde temprano se quiso contraponer con ideas mucho más conciliadoras que las del futuro presidente, de quien, en virtud de las vueltas que da la vida, llegó a ser Primer Ministro, no obstante la prevención mutua, cuando la conveniencia política indicó que el segundo mandato de sus largos catorce años en el poder debería comenzar con un pragmático como Rocard.

Acertado en sus análisis y sus prescripciones, escuchado por muchos, citado en todas las instancias del espectro político francés a lo largo de muchos años, Michel Rocard tal vez no tuvo el don de la oportunidad. Su total franqueza no fue en la vida política una buena aliada, precisamente por el poder devastador de su palabra. Tampoco le sirvió de mucho la impresión que daba de ser calculador, cuando en realidad era sincero y elemental. El hecho es que jamás pudo cumplir su sueño de ser Presidente de la República.

Rocard dejó en todo caso una marca propia en la trayectoria del socialismo europeo. En el famoso congreso de Tolouse, posterior al de la efervescencia del de Epinay, al que no concurrió y que fue donde los socialistas organizaron la plataforma que llevó al poder a Mitterrand, consiguió que el Partido Socialista aceptara formalmente la economía de mercado, con sus implicaciones de apertura y competitividad, sobre la base de empresas no necesariamente dirigidas por el Estado. Si en algo pudo haber sido exitoso fue en su idea temprana de emprender un socialismo propio, alejado de la convicción, proveniente del “socialismo real” de la órbita soviética, según el cual el Estado lo podía hacer todo.

A partir de la influencia de Rocard, el proyecto de los socialistas franceses se hizo más realista, en la medida que, como lo dijo a mediados de los ochenta, “un pensamiento según el cual el Estado podía pagarlo todo…” era estéril en la medida que “omitía precisar el problema de cómo producir esa riqueza”. Su idea de que el poder ciudadano se debe entender como la fuerza política más poderosa, en lugar de las potestades no controvertidas de un Estado manejado por burócratas sabelotodo, ha probado la vigencia de su pensamiento, ahora que tantas fronteras de partidos se han borrado. En su talante conciliador, y en todo caso defensor de la igualdad, podrán encontrar tal vez los militantes de la nueva izquierda elementos para ofrecer soluciones a problemas contemporáneos, ya sin la polarización de la época de la postguerra y ante un panorama en el que Europa se ve obligada a mantenerse unida, sobre la base del compromiso de sus pueblos, no solamente de sus gobernantes.

Si bien Rocard estuvo siempre en minoría, si sus aventuras electorales no fueron exitosas, si sus ideas fueron llamativas en uno u otro momento de la controversia política pero no se volvieron caudal que le llevara a donde quiso llegar, su herencia queda ahí, para que de ella se sirvan todos aquellos que, sin límite de fronteras partidistas, concurrieron al homenaje nacional que se le acaba de rendir, con el Presidente Hollande a la cabeza, como lo merece el político creativo y original que siempre fue.

 

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