Una revuelta que apenas comienza

Eduardo Barajas Sandoval
27 de diciembre de 2016 - 03:31 a. m.

Las derrotas de diferentes gobiernos, a la hora de hacer consultas populares, son síntoma de un problema grande que está por resolver.

La delegación de poder ciudadano en unos elegidos, que gobiernan o legislan, está en crisis. Es posible que el principio de representación democrática se haya visto afectado por campañas mentirosas, arrebatos populistas, xenofobia, discriminación racial o religiosa, traición abierta o encubierta de las promesas de campaña, olvido de los principios de los Partidos y, en “democracias” corroídas por vicios peores, la compra de votos, que es más grave y vergonzosa pues tiene como protagonistas a los electores mismos.  Lo cierto es que parecería que los ciudadanos no se sienten cabalmente representados por aquellos a quienes eligieron. La reacción negativa y la muestra de desconfianza en las votaciones a las que los han convocado esos mismos elegidos parece demostrarlo claramente, a través del mismo mecanismo por el cual en su momento los invistieron de poder.

Los “epidemiólogos" de la vida política dirían que en el último año se presentó en diferentes países un concurso de síntomas que forman un síndrome de desautorización popular, cuando gobiernos elegidos formularon una propuesta de cambio institucional extraordinario y llamaron a consulta popular para consolidarlo, advirtieron sobre la gravedad y la importancia histórica de la eventual decisión, tuvo lugar una campaña en la que circularon argumentos exóticos y en muchos casos falaces, los votantes derrotaron la posición confiada del gobierno promotor del ejercicio, o la participación no fue suficiente para que la decisión fuese aprobada, y nadie parecía tener plan B, pues la sorpresa fue igual para todas las partes. Bolivia rechazó por ese camino la nueva reelección del Presidente de la República, diseñada a la medida. Gran Bretaña renunció a la membresía de la Unión Europea. Colombia no validó un acuerdo de paz que había costado mucho negociar. Italia rechazó una sustancial reforma constitucional, y Bulgaria no alcanzó a reunir los votos para aprobar cambios institucionales de importancia. En muchos casos irrumpió en la campaña un torbellino cargado de populismo, xenofobia, y hasta discriminación religiosa, que hizo de las suyas, siempre a costa de la clase política tradicional, y también de los sectores sociales de pensamiento más universal, ilustrado y abierto, como sucedió además palpablemente en los Estados Unidos, donde un extravagante candidato con propuestas desmedidas, retrógradas y desordenadas, consiguió llegar a la Casa Blanca por encima de todo el establecimiento político.

Mal se puede salir del paso echándoles la culpa de los resultados a unos ciudadanos ignorantes y despistados o a unos embaucadores que los llevaron a votar, como lo hicieron, en contra de su respectivo establecimiento político. Tal vez sería más realista reconocer que el cuadro es preocupante, frente a los principios hasta ahora reconocidos del modelo de la representación política, que incluye no solamente a los votantes, sino también a los indiferentes, que ni siquiera se preocupan por el destino de su respectivo país, así les hubieran advertido en todos los tonos que se trataba de una coyuntura histórica que exigía definiciones que afectarán el destino de ellos y de sus descendientes. El problema, para la vigencia del sistema, radica en el hecho de que, sumados, los opositores y los indiferentes son mayoría, de manera que los políticos siguen tomando decisiones, grandes y pequeñas, sobre la base de un apoyo precario.

Avanza con fuerza creciente una revuelta sin fronteras que moviliza, sea a través de las redes sociales, el voto, o inclusive el desprecio manifiesto por la participación electoral, a los descontentos, los desconocidos, los desilusionados, los que se sienten víctimas de la mentira, y los que ven en los políticos un clase lejana que oficia en las ceremonias del poder, que interpreta la historia a su acomodo, decide sobre el presente y el futuro, y asigna o recorta el presupuesto en ejercicio de una dudosa sabiduría, afectada frecuentemente por la corrupción. En uno u otro lugar del mundo los ciudadanos advierten falta de criterio, falta de sabiduría, ortodoxia económica en favor de una minoría, desinterés por el bienestar de las mayorías, manipulación de las instituciones para amoldarlas a las medidas de quien tenga el poder, oportunismo, vanidad sin límites, rituales diarios de una propaganda empalagosa de lo que hacen y aún de lo que no han sido capaces de hacer los gobiernos, que desde Moscú hasta Los Angeles por un lado, y hasta Osaka por el otro, parecería que fueran no solamente máquinas de hacer cosas sino marcas publicitarias para contar lo que les conviene. También advierten todos ellos, en no pocas oportunidades, una endogamia política desalentadora y hasta una cierta tendencia a la sucesión familiar en el poder, remedo de aspiraciones monárquicas, en países que se reclaman democráticos e inclusive revolucionarios, donde los hijos, los hermanos o los cónyuges “heredan” o están en primera línea llamados a asumir no solo la representación simbólica de la nación, como en las monarquías contemporáneas, que reinan pero no gobiernan, sino que éstos lo quieren todo, como en épocas primitivas, de manera que desean ejercer el poder con la opción de tomar decisiones sobre el presupuesto, los tributos, las obras, las alianzas exteriores, los beneficios para uno u otro sector de la sociedad y las dosis permisibles de libertades públicas. Con un ítem no poco importante, y es que el fenómeno no se limita a las cumbres del poder, sino que la recurrencia de los nombres y las filas de posibles sucesores, identificados de antemano como ungidos para ejercer el poder político en una u otra instancia, se extienden por todo el escenario, para horror, escándalo, desencanto o menosprecio de los ciudadanos de bien.

No se vislumbra en este momento al menos en el panorama occidental, que es el que más reclama su filiación democrática, la presencia de un sistema tan bien concebido que pueda sobrevivir intacto a esta situación, gracias a su solidez, su validez y su aceptación. En medio de una tormenta que puede crecer hasta llegar a proporciones difíciles de avisorar, se juegan en uno u otro país los típicos juegos de ciudad sitiada, que trata de cambiar los marcos institucionales con la creencia de que eso solo produce efectos correctivos, en favor de la continuidad del esquema, al tiempo que se aplasta a quien no esté de acuerdo con las interpretaciones unívocas del grupo que detenta el poder. Todo eso mientras crece el asedio y aumenta el descontento y en muchas partes se va acumulando el material de una avalancha que, por ahora, circula por las tuberías de las redes sociales, que se han encargado de liberar a los ciudadanos de los yugos de los partidos y les han dado la oportunidad de manifestarse, en ocasiones con irresponsabilidad, de manera cotidiana, sobre los problemas públicos, en lugar de hacerlo cada cuatro, cinco o seis años, como se acostumbraba cuando las votaciones eran la única oportunidad de expresión de su voluntad.

2016 ha sido un año de sorpresas que no pueden ser vistas aisladamente como accidentes de la vida política. Tal vez sea más prudente entenderlas como avisos de algo grande que se está gestando y que no se va a detener con el artificio convencional del calendario, pues ser rige por los tiempos de la historia. Mirar las cosas conforme a esos tiempos, entender lo que sucede, que va mucho más allá de los resultados de las consultas populares, corregir las desviaciones perversas que afectan el hasta ahora llamado sistema democrático, diseñar marcos estables, convenir principios confiables para su funcionamiento, a prueba de aventureros e improvisadores, y organizar los canales de la más amplia participación ciudadana en política, sobe la base del progreso inatajable de las redes sociales, son algunos de los retos que habrá que afrontar inmediatamente.

Feliz y venturoso año para los distinguidos lectores de esta columna.

 

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