Una visión distorsionada

Augusto Trujillo Muñoz
27 de noviembre de 2015 - 02:40 a. m.

A los colombianos los árboles no nos dejan ver el bosque.

Al menos en términos económicos, la gran preocupación actual del país es su ingreso a la ‘OCDE’ (Organización para la cooperación y el desarrollo económico). Se trata de un tema en el cual están presentes unos elementos de orden internacional que no consultan la realidad del contexto interno. Esa dicotomía resulta negativa para el buen suceso de cualquier política nacional de desarrollo económico y social.

La adhesión a la OCDE supone ajustes bien difíciles de lograr: una reforma tributaria que disminuya el impuesto a la renta empresarial e incremente la progresividad del mismo impuesto sobre las personas; un aumento de la tasa general del IVA y la decisión de imponerlo únicamente sobre el consumo, no sobre la inversión; una reforma pensional supuestamente capaz de reducir los niveles de desigualdad, como si estos no pasaran por la diferencia entre el salario mínimo y el que reciben los altos ejecutivos.

Algunos comentaristas se preguntan si el Gobierno se atrevería a impulsar esos cambios en materia tributaria y pensional. Se equivocan en el sentido de la pregunta: el punto central no es si el Gobierno tiene las agallas para realizarlas sino, por el contrario, si ha tenido la lucidez para decidir sobre su conveniencia frente al ciudadano promedio de un país definido por su Constitución como Estado social de Derecho.

Porque hay otras reformas, inexplicablemente aplazadas, para las cuales solo se requiere voluntad política: la de la administración de justicia, la de la organización territorial, la del sistema electoral. Todas ellas son básicas para mejorar el desempeño institucional del Estado, pero ningún gobierno las impulsa. No fue gratuito el infortunado suceso de la “Pequeña Constituyente”, a través de la cual el presidente López Michelsen quiso reformar, sin éxito, los dos primeros aspectos mencionados.

No solamente vale la pena preguntarse si se van a modificar los principios y las reglas que sustentan el Estado social, y si esos cambios significan o no una sustitución a la Constitución. Es que, además, no se entiende la adhesión a esa especie de club de ricos, de un país como Colombia, que ha registrado contagios de enfermedad holandesa; que no podido disminuir la pobreza en términos reales, pues tiene un desempleo disfrazado cercano al cuarenta por ciento; que funciona en medio de unas crisis institucionales constantes –como la de justicia- y que registra una inmensa desigualdad entre el salario mínimo y el que reciben los altos ejecutivos de las empresas públicas y privadas. Como bien se sabe, Piketty lo señaló concretamente, en el caso colombiano.

El país, por supuesto, no puede sustraerse a las múltiples influencias del mundo global, pero tampoco debe desconocer las características de su propio contexto. Es más: en el complejo entorno contemporáneo –heterogéneo, excluyente, desigual- la importancia del Estado pasa por su capacidad para garantizar cierto grado de lo que algunos juristas llaman discriminación positiva. No importa que la rechacen algunos economistas. De otra manera el Estado, simplemente, no hace falta: bastaría una OCDE para cada una de las distintas actividades globalizadas. Los árboles no nos dejan ver el bosque.

*Exsenador, profesor universitario, @inefable1

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