Vecino

Ignacio Zuleta Ll.
10 de enero de 2017 - 02:00 a. m.

Con la hamaca ya instalada y sudando aún por la incrustada de los chazos —que en estas paredes de concreto y fierro no se ponen donde uno quiere sino donde se adivina que no cruza una varilla— me recosté a disfrutar de mi nuevo paraíso: el rumor de los árboles meciéndose en el río, el alegre bullicio de los niños retozando en la piscina, la dicha de saber que las motos y camiones en la avenida más cercana apenas ronronean en la feliz distancia allende los samanes.

Pero nada es perfecto. Al segundo día, en medio del sagrado silencio de mi alcoba, me despertó a medianoche el rasguño de las garras de un tigre gigantesco en el piso de arriba. Cuando me vi forzado a la falsa lucidez de la vigilia, advertí que el tigre de mi ensueño eran las patas de un mueble del vecino arrastradas muchos metros sin la menor misericordia. “¡Qué desconsiderado!”, pensé, antes de volver a conciliar el sueño arrullado por un canto de búhos en las ceibas.

Al día siguiente, en el sufrido pasatiempo de esperar al todero de proverbial incumplimiento, de una caja saqué un libro y me dispuse a leer a Murakami aunque, para lo que venía, me habría preparado mejor Kafka. Mientras el pájaro le daba cuerda al mundo, la banda sonora natural de un conjunto residencial de clase media con sus televisores mañaneros, insultos medievales de ama a esclava y música de plancha, acompasaba mi pacífica lectura. Pero la paz fue rota de inmediato: otra vez el estruendo de muebles arrastrados y de canicas percutiendo en las baldosas más allá de las profundidades de la cóclea. “Bueno”, volví a pensar con cierta compasión, “estará de trasteo como yo”. Pero el portero me chismoseó que don Vecino llevaba muchos años en SU piso, y añadió: “El man es delicado”. Lo que en buen colombiano me alertaba: dícese de alimaña irascible y resentida cuyo nivel de tolerancia es cero.

El error lo cometí en una madrugada de diciembre cuando a eso de las dos de la mañana, sobresaltado por los chirridos de poltronas y de mesas de mi veci, se me ocurrió enviarle una esquelita muy atenta, y entre el sobre de motivos navideños unos fieltros autoadhesivos para las patas aguzadas de los muebles “y así facilitar nuestra amable convivencia, de usted muy cordialmente”. Desde entonces el vecino sin rostro se delicó al extremo, y ya voy redactando el memorial de algunas de las vilezas infligidas: caídas intencionales de martillo, cierre del grifo del agua en el rellano, descenso en rapel de carne putrefacta en una piola hasta el alfeizar de la ventana de mi cuarto, desinflada de la llanta de la bici, embadurnada del galápago con miel, instigar a sus hermanas ya viejonas a bailar salsa y merengue con tacones un martes en la noche y jugar al rin-rin-corre-corre a cualquier hora.

Pero el vecino no sabe lo que se le viene desde Arriba, de mucho más arriba que mi sed de venganza nunca actuada (orín de gato por debajo de la puerta o una cáscara de plátano en la escalera oscura, qué se yo) pues acabo de esconderle en el umbral una medalla bendecida del poderoso san Benito para que aleje las acechanzas de ese maligno espíritu doméstico, me ayude a ponerme en tono de desarme sin riñas ni desmanes y merecerme así el sueño de los justos.

 

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