¿Victoriosos o ponchados?

Francisco Gutiérrez Sanín
03 de febrero de 2017 - 03:18 a. m.

La historia de los victoriosos. Así lo afirmó el autoproclamado “intelectual disidente” E.H. Carr en su colección de ensayos, tan influyente como polémica, acerca de “¿Qué es la historia?”.

La idea está lejos del lugar común no porque no haya sido repetida un millón de veces, sino porque Carr la enunció con entusiasmo: debía de ser así. Los perdedores, pensaba Carr, se refugian en contrafácticos: si aquel no se hubiera portado tan mal, si no hubiera ocurrido este accidente... Lo que importa es lo que sucede en el mundo, según Carr, no lo que hubiera podido ser y no fue. Sacando de la manga una metáfora tomada del cricket —pero también hubiera podido salir de deportes más cercanos a nosotros—, afirmaba que las justificaciones de los “ponchados”, es decir, los que salen del juego, simplemente no se toman en cuenta.

Visión severa la del gran narrador de la revolución rusa. Pero que me vino a la cabeza al ver por televisión las imágenes de miles de guerrilleros en su última marcha, armados aún pero transitando tranquila y disciplinadamente hacia sus sitios de concentración. ¿Qué condiciones mínimas necesitamos los pacifistas colombianos para que un discípulo de Carr considere en el futuro que esta marcha sea digna de ser contada, es decir, a partir de qué resultado podemos decir que resultamos victoriosos y que no fuimos ponchados?

Respondería a la pregunta con cuatro condiciones elementales, relacionadas entre sí. No: tres y media. La primera: que la paz sobreviva. Según la literatura relevante, alrededor de la mitad de los acuerdos de paz en el mundo recaen en la guerra; la probabilidad es tanto más alta cuanto más haya durado el conflicto. A nosotros ya nos pasó durante el Frente Nacional: trocamos una guerra por otra. Y aquellas cuentas se hicieron cuando el ambiente internacional era mucho más favorable para la paz de lo que es hoy. Así que ojo. Parafraseando una intuición que fue muy útil durante las conversaciones: “todo está en peligro hasta que nada esté en peligro”.

La segunda: que alguna coalición pro-paz gane las elecciones de 2018. La implementación de los acuerdos, la estabilidad jurídica para los actores, un ambiente mínimo de tolerancia y apertura democrática, dependen de esto. Habrá mucho más en juego en las presidenciales del 2018 que en el plebiscito del 2016 —que al fin y al cabo resultó ser poco más que un ensayo temerario. Pienso que ese ensayo implicó empeorar el acuerdo en varios sentidos cruciales. Pero no lo mató. Perder la presidencia en 2018, en cambio, significaría, para todo efecto práctico, que los que hemos apostado por la paz como proyecto de largo aliento de construcción de sociedad y Estado quedaremos fatídicamente ponchados.

La tercera: que entren nuevos actores, con capacidad de influencia real, a la vida pública. Esto incluye a las Farc, pero no se limita a ellas. Para que esos actores puedan hacer oír su voz es necesario que no los maten. Por el momento ni siquiera podemos chulear esta tarea, pues sigue la brutal sangría de líderes sociales.

Y la media: que una parte significativa de los acuerdos se implemente, y que a esa implementación se articulen renovadas demandas sociales, relacionadas con acceso a la tierra, inclusión social y participación. Digo media, porque entiendo que sólo una parte se hará realidad. Lo que me importa es que ella sea lo suficientemente estratégica como para generar círculos virtuosos dentro de nuestra sociedad y nuestro Estado.

Si logramos esas tres condiciones y media, sentiré que pasamos el examen de Carr. ¿Quizás voy ya demasiado lejos en mi minimalismo? Por el contrario, creo que tales condiciones, aunque aparentemente modestas, son bastante exigentes, y que si nos atenemos a ellas, hoy por hoy tenemos una alta probabilidad de quedar ponchados.

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