Publicidad

Viento idiota (sobre el Nobel para Dylan)

Rubén Mendoza
20 de octubre de 2016 - 02:00 a. m.

A propósito del Nobel para Bob Dylan, mi profesor de inglés.

Los plinios y conservauristas siempre son los mismos: primero matan a sus padres cuando juegan a la rebeldía y a la revolución en sus adolescencias, luego la vida les compra el silencio, los amilana y quieren matar a sus hijos y a sus nietos.

El mundo de la literatura debería celebrar a ojo cerrado y corazón abierto el Nobel a Bob Dylan. Él, desde siempre, la ha enaltecido, necesitado, honrado, transformado: se ha enrazado con ella. Ha hecho parte fundamental de su formación y de sus propias letras. Pero veo a los poetas que viven “mendigando un gerundio” en la capital, como diría el gran X-504, escandalizados. Seguramente porque este año sí era de ellos,  porque Bob les quitó su Nobel. Noveleros. Mentecatos: reniegan en realidad por no tenerlo, responden indignados las llamadas de los medios que buscan especialistas; reniegan porque su oficio no viene de la sed natural de crear sino del afán de gloria.

Dylan, en cambio, aún no contesta ni la llamada de la Academia sueca. Para qué. Ya hizo lo suyo, desde hace mucho. Lo sigue haciendo: no contesta al teléfono: el poder de la poesía se cuece en la intimidad, en el misterio. La misma noche del día en que se anunció el Nobel dio el concierto que tenía programado en su gira, en Las Vegas, sin hacer la más mínima referencia al Hecho, al premio. En cambio a los indignados escritores con el premio de Dylan, me los imagino ensayando para la mañana en que ellos ganen el Nobel: fantasean con la llamada de Julio Sánchez Krusty y Albertico preguntándoles después de decirles Maestro “dónde estaba y cómo recibió la noticia del Nobel”. Bob Dylan no está para contestar o repetir esas bobadas: para contar que su esposa le traía el café esa madrugada, a las 4 y 32, mientras el fijo de la casa no paraba de repicar para felicitarlo y él la miraba sintiendo que el Nobel en realidad no era suyo, sino de ella, de su café, porque detrás de cada taza de café hay una gran mujer y de cada gran mujer el nombre de otro hombre para colgar en el espejismo de la Historia…

Cierren el pico. Las letras de Bob Dylan son, técnicamente, literatura (letras armando palabras, palabras armando ideas, ideas armando obras, súmele “transformadoras”, poesía) y están llenas de referencias a la Literatura, llenas de celebración de la literatura. La misma que hoy trata de señalarlo y hundirlo porque todo lo establecido le teme al cambio. Todo viejo teme a que su butaca la corra el vigor de un arte como el Dylan que no envejece, siempre joven, hecho de cachetadas y caricias que no menguan la fuerza. El “huerfanito” que dijo Vallejo se ha vuelto especialista en especular: anula el teatro sin verlo, condena libros sin leerlos, y dice, atrevidamente qué es y qué no es arte, o qué es y qué no es poesía. Él y todos los burócratas del arte, la casta del arte: pierdan su tiempo mientras los creadores crean. Deberían agradecer la manera en que Dylan ha enaltecido el oficio de la literatura, no solo ejerciéndolo, sino alimentándose de él. Mientras ustedes le clavan la puñalada, en un cuerpo que no le pertenece, que no le duele, él no ha hecho más que agradecer, que pararse en los hombros de otros para tejer. Él les celebra el oficio, ellos tratan de reducirlo, de menospreciarlo. Él no se entera. No contesta al teléfono.

Bob Dylan se encerró con la poesía antes de escribir cualquier poema. Al principio ni siquiera cantaba letras suyas. Su primera canción escrita, según él declara, fue a otro Nobel que no lo obtuvo, como tantos: hubiera podido ser de Paz, de Química, de Literatura: su maestro de cómo pararse en el escenario de la vida, Woody Guthrie. “Se ve como un moribundo pero escasamente ha nacido”, le dijo después de verlo en el manicomio, en la canción. Dylan entonces ya había devorado, masticado, digerido, regurgitado y trasformado en nuevos versos a Villon, a Baudelaire, a Whitman; había encausado el río de locura de Hölderlin en los canales de sus axones, de sus neuronas, había sido atravesado por Rimbaud, por solo nombrar algunos; su relación con la literatura no termina en la manida “leía todo lo que caía en mis manos” que cada escritor dice después de cierta edad al suspirar por su juventud. No paraba. Fue cercano a muerte y aliento a la generación Beatkin, a Kerouak, Burroughs; fueron celebrados su prosa y sus versos a muerte y aliento por Ginsberg. No en vano en muchas de las universidades más importantes de Estados Unidos, Bob Dylan, desde mediados de los setenta, hace parte del plan de estudios de Literatura. Las referencias literarias en su obra (sus más de 1500 poemas y algunos libros), son incontables. Obras y autores desfilan en la maravillosa y tibia fila de la desolación de sus letras: Shakespeare, Scott Fitzgerald, Melville, Carroll, Poe, Blake, T.S. Eliot, Conrad, Dante, Chéjov… su propio nombre aunque nunca lo confirmó parte de Dylan Thomas.

Él no ofende la literatura, ni la mata, ni la deshonra: esa mendigadera de gloria, en cambio, es lo que hace ruin al arte. Por qué tanta importancia para un premio, y por qué esa sensación de que se lo “raparon” a todos los escritores del mundo porque “no lo tiene un escritor”. Cuánto poder se le otorga a un premio, que ha sido tantas veces vil, para sacar lo más vil de algunos “artistas” y escritores. “El premio a Bob Dylan es la muerte de la literatura”, leí en titulares y artículos: como si la literatura o la poesía existieran porque existen unos premios. La literatura es tan inmortal como el lenguaje, mientras lo sea, mientras vienen el océano o los meteoritos a impartir justicia y pasar todo a las estanterías de la nada. Los que dicen eso es porque seguramente la literatura está muerta en ellos, pudriéndose en la envidia: cómo darle la potestad de la existencia de una forma de expresión a un premio cuando se sabe que seguramente el arte más grande, la literatura más grande de la humanidad y de los tiempos, tal vez nunca fue publicada, no salió de los cuadernos de sus autores. O pensar por ejemplo en Salinger que se despojó de la contaminación de la Gloria para su obra, al tomar el camino de escribir liberado de la idea de publicar:  decidió que se haga después de su muerte y así dejó en caja fuerte sus manuscritos listos para ser publicados: ahora que muerto y sin un cuerpo no puede recoger nada: ni bilis, ni premios.

Esto hacen siempre los godos, de plaza o de armario: escandalizarse con el cambio, decir que todo tiempo pasado fue mejor. Mentira. Así es siempre que llega el cambio. Los tiempos están cambiando, siguen cambiando, viven cambiando. La poesía vive en todo. Y el premio Nobel, en todo caso, es un Algo menor que cualquier obra de cualquier escritor no publicado: una jaula del Establecimiento para pájaros de versos y de prosa salvaje. Por eso a los que sufren con el Nobel de Dylan, y con no tenerlo, no hay que creerles: son palabras palabras bobas, “Viento idiota, saliendo cada vez que mueven la boca… Son idiotas, es una maravilla que aún sepan cómo respirar”.

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar