Yoyo

Tatiana Acevedo Guerrero
17 de julio de 2016 - 02:50 a. m.

En Bogotá cuajó esta semana la construcción de más de seis mil viviendas de interés social cerca al río, en Bosa.

En Medellín alarmaron los casos de dengue (este año van ocho mil) y la Secretaría de Salud explicó que el zancudo transmisor abunda ("un tema que condiciona la existencia de la enfermedad en algunos sectores es el almacenamiento de agua por motivo de ahorro o porque algunos sectores aún no tienen servicios”). En Barranquilla, más arriba con respecto al mapa y más abajo con respecto al mar, se inauguró el edificio Mirage, el más alto en la historia local.

Explican las noticias que el Mirage es un edificio único: “no solamente por su estatura de 47 pisos, sino porque su constructor se preocupó por garantizar que haya personal atendiendo todos los espacios comunes”. Uno de sus creadores declaró orgulloso: “Estamos haciendo un quiebre en la finca raíz, pues habrá una persona encargada del parqueadero, instructores de deportes, masajista en el spa, instructor en el gimnasio y barman en el sky bar del piso 40, exclusivo para residentes”.

Puede dibujarse a las ciudades de Colombia en bloques: bloque de barrios con ingresos menores, bloque de barrios de ingresos medios (y familias en ascenso), bloque de familias platudas. De las riveras a los cielos, quizás una metáfora más conveniente sería la de la forma y el movimiento de un yoyo.

Rosarito trabaja como empleada doméstica en un apartamento del piso 17 en Barranquilla. Se para de la cama en otro municipio vecino a las cuatro de la madrugada. A veces deja almuerzo, además de desayuno hecho, cuando su hijo menor no va al colegio por quedarse esperando a que pongan el agua para recogerla en poncheras que duren la semana. Usa esta agua con cuidado. Para lavar los uniformes de toda la familia, organizar cocina y alistarse para salir a trabajar. Para cocinar los alimentos y hacer jugo. Luego viene el bus, la parada y caminada, el ascensor. Dentro del apartamento donde trabaja hay sombras y aire acondicionado. Es temprano y los de la casa se duchan. Rosarito entra al baño de invitados que ha limpiado tanto y huele delicioso. Sirve a la mesa líquidos de todos los espesores, zumos exprimidos, cafés, tés, yogures. Es la hora del desayuno y escurre el pelo mojado de las niñas, el culito de las materas con flores, los sifones de los baños, la lengua del perro. En el techo del edificio, en el Club House, el agua chorrea de los bordes de la piscina o se evapora del sauna.

Como el yoyo que, agarrado a un dedo, sube y baja y se sacude desde cualquier ángulo para volver, empleadas domésticas, jardineros, celadores y choferes van y regresan (desde el sur en Bogotá, las montañas en Medellín, o los lados en Barranquilla). La devuelta es agresiva por lo largo del camino, pero también porque se transita entre sitios con infraestructura que funciona demasiado bien y sitios en los que la cobertura es esporádica o pésima. Pasan sólo la mitad del día en barrios con buena educación, salud, electricidad y agua limpia.

Que la distancia entre trabajo y vivienda sea larga empeora todos los otros trechos y contrastes en la vida cotidiana. Pero esa no es una pregunta válida, pues según nos repiten, hay que agradecer el techo de interés social, quede donde quede (y así se inunde). En materia de vivienda ya está todo decidido y no hay espacio para sugerencias. Como nos explicaron recientemente Vargas Lleras y Peñalosa, ese “es un debate político innecesario” y “nosotros más que hacer política queremos hacer vivienda”.

 

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