Yuliana y el “señor bien”

Reinaldo Spitaletta
13 de diciembre de 2016 - 02:00 a. m.

Colombia ha sido un país de niños sin niñez, de niños desaparecidos (en las dos últimas décadas, más de veinticinco mil), de niños que mueren de hambre, como acontece en la Guajira, de niños abusados.

Sí, un país de niños que no pueden ejercer su infancia porque deben ir de bus en bus, de semáforo en semáforo, con ventas de confites y chocolates; de niños prostituidos, de niños adiestrados para la mendicidad. Y, es claro, un país que no quiere ni cuida a sus niños, es un país criminal, fallido, sin futuro luminoso. Con promesas de más oscuridad y miserias.

Los escándalos (efímeros, pues los superan nuevos escándalos) sobre asesinatos de muchachitos han llenado páginas y espacios noticiosos, muchos de ellos sensacionalistas y faranduleros, en los que se rasgan las vestiduras dirigentes políticos, jueces, fiscales, en fin, en los que se pide pena de muerte para los infanticidas, violadores de niños, para quienes han macheteado, descuartizado, descabezado criaturas. Salen a flote hipocresías y cargos de conciencia. Se agita la “opinión pública”. Y hasta se solicitan firmas para pedir pena capital para los autores de estas aberraciones.

Y no faltan los que afirmen, con razones de peso, que la pena de muerte debería ser para un sistema que produce (y hasta promueve) asesinos a granel. Y en medio del desastre, valdría la pena anotar que escuece y repugna la actitud de ciertos informativos que cuando se trata de asesinos de barrios populares o de veredas pobres, de inmediato saltan a la palestra con sus emisiones y escritos sanguinolentos. Pero si el asesino, o presunto asesino, es de clase alta, retardan las noticias.

Se hacen los de la oreja mocha.

Sucedió, como es fama, con el autor (o presunto autor) del crimen de Yuliana Samboní, secuestrada, violada y asesinada en Bogotá por un sujeto de familia distinguida, tanto que miembros de la misma alteraron la escena del crimen y encubrieron a su pariente hasta donde pudieron. Para los medios quizá no era posible que un arquitecto, egresado de la Javeriana, integrante de un clan de apelliditos con abolengo pudiera estar involucrado en una canallada como la descrita.

Un columnista de la oligarquía dijo, sin dársele nada, que en última instancia la culpable de la situación era la droga “producida por los nuevos amigos de este gobierno”, que “hizo perder la conciencia al asesino de la niña Yuliana”. Según eso, el encartado Rafael Uribe Noguera, de 38 años, era un “niño bien”, un alma de Dios, que el consumo de cocaína y guaro (bueno, digamos whisky para estar acorde con ciertos “refinamientos”) convirtió en un “monstruo”.

Del otro lado, la niña, de familia humilde, encarnaba a los muchachos que tienen que llegar a la ciudad porque, en sus lugares de origen, la violencia, la extorsión, las amenazas, los tornan en desplazados, que fue lo que ocurrió con Yuliana y sus padres. Del Cauca al barrio Bosque Calderón, donde a Yuliana le fue peor: su cadáver apareció en un edificio de estrato 6, a unos diez minutos de la precaria vivienda de la víctima. Un informe de El Tiempo (11-12-2016) asegura que cuando nació Yuliana Yamboní, el 26 de julio de 2009, “el arquitecto Rafael Uribe Noguera, acusado de torturarla, violarla y asesinarla, ya registraba una oscura conducta”.

Según otros informes, el victimario había realizado varias incursiones en Bosque Calderón, donde “grababa a los niños y les ofrecía dinero”. A la misma Yuliana ya antes había intentado seducirla y subirla al vehículo. Así que, más allá de ser un consumidor de estupefacientes, tenía otros problemas.  Y el crimen de la niña parece un acto preparado.

El episodio tenebroso de Uribe Noguera y Yuliana se agudiza con la muerte del portero del edificio Equus 66 (¿qué conexión tiene este nombre con la obra de teatro de Peter Shaffer y posterior película Equus de Sidney Lumet?), quien estaba allí en momentos en que no solo el asesino y la victima entraron, sino dos hermanos a los que se acusa de alterar la escena del crimen y retardar el conocimiento del mismo.

Las reflexiones postmortem se riegan por doquier. Se ha dicho, además del estupor colectivo que ha causado el horrendo hecho, que ciertos tipos, a los que la fortuna les ha sonreído, abusan de su poder económico o de otra naturaleza, para cometer delitos, amparados en su posición social. Quizá creen, y la historia ha sido ilustradora en estos asuntos, que por ser “gente bien” (?) están exentas de sospecha.

Ojalá, al menos en este caso, sí se haga justicia.

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