Oro

Diana Castro Benetti
21 de junio de 2015 - 02:12 a. m.

No hay mayor pobreza que la guerra. Pobreza de espíritu, de ideas y de recursos. La guerra es la gran justificación inventada por siglos, para decirnos a diario que no tenemos más alternativa que luchar a garrote limpio.

Las excusas se parafrasean sobre lo mismo: matar al que mató. Ejercer la guerra trastea consigo el acto de venganza, es el circuito vicioso del juego de reproducir pobrezas. Un asesino que venga a otro es la circunferencia del círculo que a muchos les cae como anillo al dedo. Perpetuidad que enriquece a pocos y excelencia nada más que en lo nefasto. Y a la agresión, la exclusión, el abandono, el despojo o los mil dolores de los siglos- porque la guerra tiene sus formas- hay que atravesarle palos en sus ruedas.

Hacer el pare, tomar respiro, ejercer la pausa antes de la nueva acción para no responder al ojo por ojo. Casi como cómplices hemos dejado que tomen ventaja aquellas inconsciencias que van a toda velocidad en lo íntimo, en la oficina, en la calle, en la mesa, en la iglesia, en el congreso, en la escuela, en todo aquel sistema que no puede frenar ni proponer ni sentir y, mucho menos, imaginar siquiera una no-acción. Cuerpos, convicciones y emociones que no admiten una reacción distinta ante la misma y repetida acción de violencia. La sola intención de no responder parece una exótica revuelta, el atrevimiento mayor, la rebeldía máxima: ahimsa, la no-violencia revolucionariamente comprobada, la revolución que grita desde el silencio y desde la quietud.

Es en la reciprocidad de lo bello que se esconde la ofrenda, el don para el otro, el regalo que parece tonto, inútil, inservible, improductivo y que, casi como un perdón, reivindica el acto integro de reconocer al otro. Ofrece el espacio para volver a conocerlo. Dar y devolver la generosidad, la alegría, el aprecio, la gratitud, la esperanza y la escucha no debe ser más la propuesta de lo trascendente o de la actitud mojigata ante la amenaza de un infierno. Por el contrario, es y debe ser la respuesta cotidiana del profesor, del panadero, del taxista, del que está hasta el cogote de los violentos.

Debe ser la propuesta para la cercanía, porque compartir el sufrimiento y la ira es lo que hacemos a diario: amanecemos llenos de desconfianzas y pensamientos de revancha. Pero sentir, pensar y hacer el esfuerzo de compartir la serenidad, la paciencia, la dulzura, la sabiduría es un acto sublime de dar lo mejor de sí y que define nuestra mutualidad para permitirnos, algún día, fiarnos del otro. No importa quien empiece, importa más no interrumpir el flujo. Valientes esos magos anónimos que ofrecen el oro y no las inmundicias. 

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