Otra mancha en el país de los puros

Eduardo Barajas Sandoval
01 de agosto de 2017 - 02:00 a. m.

Cada vez son más los gobernantes y políticos que caen debido al descubrimiento tardío de actos presumiblemente indebidos. Así como la globalización facilitó en su momento maniobras anómalas en los recovecos de un mundo cada día más complejo, ahora permite descubrimientos que, a distancias que sus autores consideraban infranqueables, vienen a ponerlos al descubierto, en el momento menos esperado, como consecuencia de pesquisas que no ha realizado la justicia de su propio país. 

Casos paradigmáticos son los que aparecieron con motivo de la difusión de los “Papeles de Panamá”, que ha traído consecuencias diferentes, según las peculiaridades institucionales y la fuerza de la justicia de uno u otro estado. Empresarios metidos a políticos, así como políticos interesados en empresas ocultas, quedan al descubierto y a merced de sus respectivos jueces, ante quienes deben responder por aventuras supuestamente emprendidas con el ánimo de que permanecieran encubiertas. 

Al tiempo que se celebraban los setenta años de la dolorosa partición de la India, bajo el padrinazgo de los ingleses, impotentes para devolverla unida, se vino a saber que el gobernante del “País de los puros”, significado principal del nombre Pakistán, nacido de esa división, ha sido declarado inepto por unanimidad de la Corte Suprema para continuar en el poder, debido a que “no puede ser considerado un miembro honesto del Parlamento y, en consecuencia, debe dejar de ocupar el cargo de primer ministro”.

En lugar de aferrarse al poder, y sin apelar a las denuncias que se suelen hacer sobre los supuestos ingredientes políticos del fallo, Nawaz Sharif ha renunciado inmediatamente, en acto de acatamiento que constituye signo refrescante desde el punto de vista de la salud institucional de su país. Su salida, lo mismo que la del primer ministro de Islandia, Sigmundur Davíð Gunnlaugsson, en abril de 2016, representa el efecto más importante, hasta ahora, de las revelaciones sobre las actuaciones que dirigentes de muchos países protagonizaron al amparo de la firma panameña Mossack Fonseca.

Sharif proviene de una familia acaudalada de provincia, y comenzó su carrera política impulsado por la necesidad de recuperar, como en efecto llegó a hacerlo, el emporio industrial metalúrgico construido por su padre. Imperio que había sido nacionalizado por el gobierno de Zulfikar Alí Bhutto, el controvertido líder del Partido del Pueblo de Pakistán, que terminó ahorcado por decisión de la Corte Suprema de entonces, luego de un juicio promovido por el general Zia-ul-Haq, que lo había derrocado y que para la época fue protector y promotor inicial de la carrera del hasta ahora primer ministro. 

Como miembro del partido Liga Musulmana de Pakistán, de derecha, Sharif llegó a ser primer ministro en tres oportunidades. La primera terminó cuando el presidente de entonces lo destituyó por sospechas de corrupción, que fueron desvirtuadas por el acusado. La segunda por el golpe militar de Pervez Musharraf, protagonista de aquel incidente cinematográfico del militar del más alto rango a quien su jefe civil trató de remover infructuosamente mientras se encontraba en el exterior, con lo cual suscitó más bien un levantamiento general de las fuerzas armadas, que lo derrocaron y lo enviaron a un dorado exilio en Arabia Saudita, para dejarlo volver años más tarde cuando su fuerza política parecía otra vez inatajable. 

La acusación que lo acaba de obligar a renunciar a su tercer mandato surgió de revelaciones según las cuales el primer ministro habría comprado inmuebles en Londres de manera fraudulenta, a nombre de sus hijos, sin que pudiese justificar la procedencia de los fondos; con el agravante de haber presentado supuestamente papeles falsos para tratar de defenderse. Acusaciones que habrían parecido sin mayor trascendencia en épocas de “alta flexibilidad ética”, ausencia de oposición, falta de autoridad moral, o debilidad institucional. 

Con el desenlace, hasta ahora, del caso Sharif, queda demostrado una vez más que el solo descubrimiento de actividades indebidas no conduce automáticamente a la aplicación de justicia, pues para que ésta se produzca es necesario que concurran al escenario tanto una fuerza política de oposición, con autoridad moral, como un sistema judicial capaz de ejercer su oficio sin que importe la condición del sujeto de investigación, así sea el gobernante en ejercicio. 

La fuerza opositora en este caso proviene del implacable Imran Khan, antigua súper estrella del cricket, que a su retiro del deporte fundó un partido de centro, el “Movimiento Pakistaní por la Justicia”, que pregona como uno de sus postulados la lucha contra la corrupción y mantiene en la mira a otras figuras públicas de la vida nacional, incluso dentro de su propio partido. Por su parte, el sistema judicial, con la decisión de la Corte Suprema, borraría una imagen opaca, que dejaba dudas sobre la probidad de sus magistrados y de su independencia frente a los poderes políticos, después de decisiones como la sentencia a muerte de Zulfikar Alí Bhutto, presumiblemente a instancias del dictador Zia, y la que justificó el golpe de Estado de Musharraf con fundamento en la “Doctrina de la Necesidad”, impulsada por un funesto juez de nombre Saeeduzzaman Siddiqui. 

La salida de Sharif del poder es apenas uno de los elementos de un proceso más complejo, que tendrá nuevos incidentes, pues el ex primer ministro deberá comparecer ante la justicia cuando todavía su partido tiene mayoría en el Parlamento, circunstancia que le permite designar a su reemplazo provisional, que saldrá de las filas de sus subalternos. Si la institucionalidad supera esas circunstancias y puede producir decisiones presentables ante todo el mundo, Pakistán figurará en el escenario no solamente como una potencia nuclear, la única del mundo musulmán, sino que habrá ganado enormemente en cuanto a la confiabilidad de su sistema político.

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