País formal, país informal

Santiago Montenegro
01 de mayo de 2017 - 02:00 a. m.

En Los pasos perdidos, escrita hace más de 60 años, Alejo Carpentier argumenta que en nuestros países conviven todas las eras históricas, desde personas que disfrutan de las comodidades y tecnologías, que se encuentran en los distritos más exclusivos de Londres o Nueva York, hasta comunidades de cazadores-recolectores, que aún no han salido de la edad de piedra.

Cuando en los llamados países desarrollados se habla crecientemente de una nueva explosión de crecimiento exponencial e inexorable de la robotización, del reemplazo del trabajo humano, físico e intelectual por máquinas y, crecientemente, por algoritmos, es ineludible reflexionar sobre el impacto que tendrán estos fenómenos sobre nuestra sociedades.

La robotización, quizá, arrancó como fenómeno social y económico masivo con la revolución industrial, hace unos 200 años, cuando, gracias al descubrimiento de nuevas fuentes de energía, las máquinas comenzaron a hacer trabajos que, hasta entonces, solo hacían los humanos o los animales. Fue también una revolución agropecuaria, que incrementó exponencialmente la producción de alimentos y de carne, lo que hizo posible que millones de personas pudieran trabajar en las fábricas o en las oficinas. A partir de entonces ha habido numerosas revoluciones tecnológicas, incluyendo la de los servicios, de las tecnologías de la información y comunicaciones, pero todas parecen pequeñas comparadas con la que ahora parece precipitarse.

En los países llamados desarrollados, el reemplazo del trabajo humano por máquinas se tradujo también en la consolidación de nuevas generaciones de derechos sociales y políticos, todo lo cual se materializó en un extraordinario incremento del bienestar para la gran mayoría de la población, en medio de no pocos terremotos sociales y políticos. Por decirlo de alguna forma, se dio un proceso más o menos concomitante, lógico y complementario entre el derecho y la economía, que benefició a toda la población.

En nuestros países, por el contrario, el crecimiento ha sido muy dicotómico. Por un lado, se dio un desarrollo económico y de derechos que cubren solo a una porción de la población y, por otro, existe una incongruencia entre las demandas de derechos sociales y una base material, una economía, que la hace posible. Pretendemos construir un Estado Social de Derecho con un gobierno que difícilmente recauda en impuestos un 15 % del PIB.

Estas dicotomías se acrecientan por la globalización, que hace posible la transferencia, desde los países más avanzados, tanto de las tecnologías de punta como de las nuevas generaciones de derechos sociales y políticos que se plantean en los países desarrollados. El resultado ha sido un país muy informal, ya que la formalidad abarca solo una fracción de nuestras empresas, un 35 % de los trabajadores, un 50 % de las construcciones de nuestras ciudades o un 50 % del electorado.

La solución no debe ser, por supuesto, aislarnos del mundo e impedir la transferencia de tecnologías, de normas y de ideas. Lo primero que tenemos que hacer es ser conscientes de esta brutal separación entre un país formal y otro mayoritariamente informal. Podemos comenzar pidiéndole al Gobierno que invite a la mesa de concertación laboral, que se reúne a final de año, a representantes de los trabajadores y de los empresarios informales, así como también exigirle a la OIT que los invite a sus reuniones de Ginebra, en Suiza, que tienen lugar cada junio.

Si no hacemos algo así, la realidad planteada por Alejo Carpentier en Los pasos perdidos seguirá teniendo vigencia.

 

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