Para acabar la corrupción

Santiago Montenegro
06 de febrero de 2017 - 02:00 a. m.

Uno de los más grandes economistas del siglo XX, el profesor Mancur Olson, argumentó que la causa central del subdesarrollo es la bajísima capacidad de los países para administrar y gestionar organizaciones en gran escala. Porque, en esos países, factores como el bajo ingreso per cápita y el reducido tamaño del mercado, la bajísima productividad y la informalidad, la precariedad y los pésimos sistemas de comunicaciones en espacios gigantescos y con geografías complejas, o culturas que priman las lealtades al grupo familiar, entre otras razones, hacen que el tamaño optimo de las organizaciones sea muy pequeño, quizá, de unas pocas decenas de personas. Como contraste, los gobiernos son, por definición, muy grandes, hasta de centeneras de miles de personas.

Como resultado, no solo su productividad y eficiencia son muy bajas, la falta de transparencia, el clientelismo y la corrupción son sus consecuencias naturales. El problema se agudiza porque, a diferencia de una empresa privada que produce para vender en el mercado, los gobiernos “producen” bienes públicos, como seguridad, justicia o educación, cuya productividad es mucho más difícil de medir que la producción de camisas o motocicletas. Por otro lado, mientras varios factores productivos que necesitan las empresas, como la tecnología o el capital humano capacitado, se pueden traer del exterior, no es posible importar el buen gobierno. Eso equivaldría a renunciar a la soberanía y a bendecir al imperialismo, lo cual es inaceptable. Pensando, quizá, que los problemas de Colombia eran ya insolubles, el presidente Mariano Ospina Rodríguez propuso, a mediados del siglo XIX, la anexión de Colombia a la Unión Norteamericana, idea que afortunadamente no tuvo eco. Todos estos problemas tienen solución aquí en nuestro país, pero sólo si partimos con el diagnóstico apropiado: la capacidad de administración y de gestión del Estado en Colombia está, por lo menos, medio siglo atrás de la del sector privado. A mí no me cabe la menor duda que, para la mejor provisión de bienes públicos, es posible incorporar al Estado varios de los marcos teóricos, los sistemas de información y las tecnologías con las que, desde hace décadas, ha contado el sector privado para su administración y gestión. La buena noticia es que ya muchos gobiernos alrededor del mundo, incluyendo algunos de países en desarrollo, lo están haciendo. Otra buena noticia es que, aún en el sector público en Colombia, existen rudimentos de esos sistemas que podrían servir de base a un gran remesón de la administración pública.

Por ejemplo, una idea central de este enfoque es que, en el siglo XXI, no es posible administrar una entidad, pública o privada, sin un sistema de planificación financiera, los llamados ERP (en ingles: Enterprise Resource Planning System) de los cuales quizás el más conocido es el SAP. Gerenciar y administrar una entidad sin un ERP es como manejar un avión sin tablero de control. La incorporación gradual de estos sistemas a todas las entidades permitiría, por ejemplo, la ejecución de los presupuestos en tiempo real y su visualización pública por parte de cualquier ciudadano. Solo con un sistema así se podría eliminar las asimetrías de información que son la base de la corrupción.

Más que referendos contra la corrupción, lo que necesitamos es la voluntad política de un alcalde, un gobernador o de los candidatos a las próximas elecciones para adecuar la administración pública de Colombia al siglo XXI.

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