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Paradoja del votante

Klaus Ziegler
17 de junio de 2010 - 05:06 a. m.

El próximo veinte de junio por lo menos un millón de personas acudirán sin falta a las urnas para apoyar a su candidato predilecto.

No hay que ser experto en estadística para saber que de esta certeza se deriva una conclusión inevitable: la probabilidad de que el próximo presidente termine elegido por un solo voto de diferencia es algo menos que infinitesimal.

Este simple razonamiento sería más que suficiente para desalentar a cualquier votante racional, que sabe que su voto se diluirá como una gota de tinta en el mar. ¿Cómo se explica entonces que en lugar de permanecer en casa, el ciudadano común, y hasta ancianos e individuos con serios quebrantos de salud, acudan a las urnas para “contribuir con su granito de arena”?

Miles de páginas se han escrito sobre esta desconcertante paradoja, conocida como “la ilusión del votante”. La réplica universal, “si así pensaran todos sería imposible ganar; luego mi voto sí cuenta”, no contesta la paradoja, ni refuta su argumento central, pues es obvio que el condicional no tiene validez. Aun doctores en matemáticas, que reconocen la consistencia lógica del razonamiento, se rehúsan a comportase de manera consecuente con sus conclusiones. El eminente algebrista francés André Weil solía comentar al respecto: “Cuando digo que nunca voy a votar, se me objeta: `Pero si todo el mundo hiciera lo mismo…´, a lo que suelo contestar que esta eventualidad no me parece lo suficientemente verosímil para que me sienta obligado a tenerla en cuenta”.

Terry Burnham y Jay Phelan, en su libro “Mean Genes”, consideran un verdadero acertijo que una persona razonable insista en votar cuando sabe con certeza que su voto es apenas uno entre millones. Por supuesto que la paradoja del votante no significa un llamado a la abstención, porque de predecirse una participación ínfima del electorado, cada voto individual cobraría peso de inmediato, y la decisión racional en este caso sería votar. Tampoco se discute que el sufragio esté más que justificado cuando se siente como deber cívico, compromiso patriótico, u obligación moral. La ilusión del votante consiste en creer que es imprescindible adherirse al grupo si pretende derrotar a sus adversarios.

Es razonable calificar como “insensato” cualquier acto A que se realice con el propósito de lograr un determinado fin, B, si la probabilidad de que B se dé como consecuencia de A es muy pequeña, mientras que ejecutar A implique un costo no despreciable en tiempo, energía, dinero… Intentar una comunicación telefónica con Chávez para que renuncie a su carrera armamentista ilustraría un típico acto insensato: la probabilidad de lograr el objetivo como consecuencia de nuestras acciones sería casi nula, mientras que el costo involucrado no sería despreciable.

De igual manera, si A representa el acto de votar por mi candidato favorito, con el propósito, B, de que éste gane las elecciones, la probabilidad de que B sea producto de A es la misma de que mi voto sea decisorio, lo que ocurriría solo en caso de empate. Por ejemplo, si sabemos con certeza que al menos un millón de personas votarán, y en el caso de dos aspirantes con intenciones de voto de 49% y 51%, es fácil ver que la probabilidad de empate sería ¡menor que la probabilidad de ganar diez veces consecutivas el baloto!, mientras que el costo de ejecutar A, por pequeño que sea, sería astronómico en comparación.

La ilusión del votante se hace evidente si apelamos a un sencillo experimento mental: suponga que en estas elecciones a usted se le permitirá votar solo después de concluidos los escrutinios, y por tanto su voto será el último en sumarse a los totales ya contabilizados, cifras que se mantendrán en secreto hasta que usted no marque el tarjetón. Es obvio que ser el primero o el último en votar es irrelevante. Sin embargo, antes de que decida salir de casa, tarde en la noche, es probable que usted se haga la siguiente reflexión: “mi candidato ya ganó, o ya perdió, y a no ser que haya ocurrido un improbabilísimo empate mi voto no cambiará nada”. En estas circunstancias, lo más factible es que se comporte como el votante racional y resuelva quedarse.

Alessandro Pizzorno, sociólogo de Harvard, cree que la “ilusión del votante” se deriva del sentimiento gregario de pertenencia involucrado en el acto de votar. El mecanismo fue útil en sociedades conformadas por pequeños grupos --como en épocas remotas--, donde el voto de cada individuo tenía gran peso. La mente humana fue diseñada para razonar en condiciones diferentes a las actuales, de ahí que un nombre más adecuado para nuestra especie sería el de “Homo atavicus”, calificativo que le haría justicia a una especie anacrónica adaptada para sobrevivir en un mundo ya superado.

 

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