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Paraíso salvaje

Javier Ortiz Cassiani
22 de marzo de 2015 - 01:59 a. m.

Si la pobreza del Chocó fuera sólo asunto mental, como algunos estilan decir ahora, quizá la situación se remediaría lanzando desde el aire manuales de superación personal.

Pero la realidad es mucho más compleja, y supera, por supuesto, los límites de lo personal. Lo del Chocó es un problema estructural, con profundas raíces históricas, que tampoco se soluciona con los 250 mercaditos que entregó el procurador, uno a uno, en mangas de camisa y calzonarias, hace algunos días en Quibdó.

Tan obstinadas como sus abundantes lluvias, son las visiones que desde afuera se han construido de la región. Adentro siempre han estado las riquezas, el oro, el platino, la madera. Al unísono con la explotación indiscriminada de los recursos, desde tiempos remotos se habló de estos territorios como el paraíso donde habitaba el demonio. En 1724, Juan Gómez Frías, obispo de Popayán, juntó en un solo sermón toda su amargura contra los habitantes negros de las selvas y ríos del Chocó, y rogó con todas sus fuerzas al altísimo que “el sol se les oscurezca de día y la luna de noche”, que mendigaran de puerta en puerta sin recibir ningún socorro y que cayeran sobre ellos “las plagas que envío Dios sobre el reino de Egipto” y las maldiciones de Sodoma y Gomorra.

El problema del Chocó no ha sido la ausencia absoluta del Estado, sino la forma en que éste ha hecho presencia en la región. Desde los tiempos en que la Comisión Corográfica de Agustín Codazzi intentaba construir una cartografía moderna del país para explotar sus recursos naturales, lo que ha sucedido sistemáticamente es la implementación de proyectos de desarrollo que llevan consigo modelos civilizatorios.

La estrategia del Estado ha sido apoyar a las grandes empresas agrícolas y mineras y tratar de garantizarles una mano de obra cautiva que contribuya a sus intereses. Cuando sus habitantes —cuyos ancestros aprovecharon la geografía para dispersarse después de la abolición de la esclavitud— se negaron a sumarse a este modelo que refresca una memoria de látigos y grilletes, entonces aparecieron los estereotipos que hablan de una población indolente, a espaldas del progreso, que se conforma chapoteando en sus ríos, comiendo plátano y pescado y bailando en las fiestas de San Pacho.

Por supuesto que el Chocó necesita desarrollo, pero un desarrollo que sea capaz de entender las realidades históricas del territorio y que respete las formas como sus habitantes ancestralmente se han movido en el espacio. Lo otro es seguir apostándole a volver operativa a la población para que enriquezca a los inversionistas foráneos, amamante una tradición de corrupción política local, mientras desde afuera se continúa pensando en el Chocó como un “paraíso salvaje” que necesita de la mano civilizadora.

Si no somos capaces de implementar programas de desarrollo acordes con el reconocimiento y respeto a la pluralidad cultural que consagra nuestra Constitución, estaríamos fracasando como nación. Creer que la pobreza del Chocó es un asunto que simplemente opera en la mente de la mayoría de sus habitantes es desconocer una historia de despojo, marginación y discriminación estructural sobre la región y su gente. Es también arriesgarse a que a la senadora Paloma Valencia se le ocurra plantear una de sus anacrónicas soluciones, con el pulso de agrimensora desquiciada que la asiste por estos días.

 

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