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Partidos, políticos, politólogos

Francisco Gutiérrez Sanín
07 de febrero de 2013 - 11:00 p. m.

Enrique Peñalosa ha abierto un nuevo frente de batalla, esta vez contra los politólogos, afirmando en una columna (“Democracia cerrada”, El Tiempo, 05/02/2013) que, “sin proponérselo, le han hecho el juego a la peor politiquería, condenando a los ‘caudillismos’ e idealizando a los partidos fuertes”.

Como uno de mis tantos oficios de fin de semana es burlarme de la atribulada tribu a la que pertenezco, quisiera esta vez reivindicarme un poco.

En realidad, al texto de Peñalosa solamente se le pueden hacer tres críticas. Primero, la caricatura que hace el autor de la manera en que el sistema político colombiano funcionó hasta antes de la Constitución de 1991 —una conspiración de señores feudales que funcionaba “a la perfección”— muestra que simplemente no entiende lo que significan “político profesional” y “partidos fuertes”. Peñalosa cree que estos últimos están constituidos por “caciques”, que obtienen sus ingresos de actividades diferentes de la política y que lo dominan todo en sus respectivas regiones. Esta es precisamente la definición de partido débil, y de política de notables, no profesional. Basta con leer a Duverger —un autor a quien nuestros líderes de la década del 60 tenían muy presente—, o a Dahl, o en nuestro medio a Mario Latorre, para apercibirse de esto, que hoy en realidad pertenece a lo que podríamos llamar la cartilla Coquito de la teoría de partidos.

Segundo, la narrativa de Peñalosa no casa con muchos hechos. En realidad, casi con ninguno. Peñalosa habla de una “maquinaria cerrada” que “funcionaba a la perfección”. Paja. Cualquier consideración seria de nuestro sistema político terminará desembocando en los persistentes conflictos interélites. Sugiere que éstas estaban siempre al servicio de los ricos y del atraso. Paja. Peñalosa tendría que saberlo. Su padre, un admirable gerente y notable reformador agrario, fue un liberal a macha martillo. Aunque efectivamente el sistema tuvo un serio sesgo de clase —por eso estamos en lo que estamos—, la descripción de su funcionamiento como una suerte de conspiración “perfecta” no funciona. Hubo siempre disidentes y reformadores serios. Afirma que gracias a la Constitución del 91 fueron elegidos muchos independientes, y para confirmar su aserto presenta su nombre y el de Uribe. Bueno, esto contiene parte de verdad. Pero sólo parte. Para no ir más lejos, los caciques ganaderos que le sirven a Peñalosa para caracterizar al viejo país estuvieron todos, sin excepción y desde el principio, con Uribe. Todavía están. Y Uribe y Peñalosa comenzaron como liberales. Sólo después quisieron reinventarse como independientes. Y así sucesivamente.

Y eso me lleva a la tercera crítica, la del tono. Me imagino que la relación entre políticos y politólogos no tiene por qué ser fácil, y no es la primera vez que un representante de los primeros pone en cuestión a los segundos. Por ejemplo, alguna vez la finada Martha Catalina Daniels pidió que le dieran a los congresistas título de politólogos. Fue un miniescándalo. Pero lo hizo con una gracia sarcástica que era muy suya. Durante cuántas conferencias gárrulas y llenas de morralla no me he dicho a mí mismo: “Ay, Martha Catalina, cuán cerca estabas de la verdad”. En cambio, Peñalosa plantea su caso con esa autocompasión crispada y malhumorada, también tan suya, que le enajena automáticamente toda simpatía. No, los partidos no son un complot para cerrarle la puerta a Peñalosa. Éste, por lo demás, ha cambiado de camiseta tantas veces, con tanto desenfado, que me pregunto de cuál cierre se queja. El problema de los partidos fuertes es serio y merece una consideración seria, no una desangelada combinación de demagogia y autocompasión.

Cosquilleo estrato 6. Una semana más y los intereses de los pobres siguen quedándose en las arcas de los bancos.

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