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Pasabocas y entremeses

Mauricio Botero Caicedo
06 de junio de 2010 - 04:00 a. m.

EDUARDO PIZARRO LEONGÓMEZ, EN su columna (El Tiempo, mayo 31/10), afirmaba que uno de sus grandes temores en las elecciones del 30 de mayo pasado era que el perdedor explicara su derrota en los siguientes términos:

“Si gana mi contrincante es como resultado del fraude, de la compra de votos o de la manipulación, por parte de los funcionarios públicos, de los beneficiarios de las políticas estatales”. Los temores de Pizarro se convirtieron en una lastimosa realidad cuando el país estupefacto presenció en televisión el circense espectáculo de admisión de derrota por parte de Mockus y del Partido Verde. Los coros ingenuos y aniñados de las huestes verdes contrastaban con el discurso gallardo, generoso e incluyente de Juan Manuel Santos, quien dio pruebas fehacientes de su talante de estadista.

Afirmaba el filósofo Nicolás Gómez Dávila que el relato inteligente de la derrota es la sutil victoria del vencido. Mockus dejó pasar una estupenda oportunidad para demostrar que es un hombre inteligente.

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El notorio descache por parte de las firmas encuestadoras es una prueba irrefutable de que las líneas fijas cada día sirven menos, y son especialmente  poco confiables para hacer encuestas.

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No suelo estar de acuerdo con Daniel Samper Pizano. Sin embargo, creo que el columnista tiene toda la razón cuando tilda de capricho el que unos cuantos congresistas hayan forzado un ley para cambiarle el nombre al aeropuerto El Dorado por el de un político. Habiendo tantas nuevas obras, desde puentes y túneles, incluida la avenida que une el centro de la ciudad con el aeropuerto, no hay razón alguna para que la princip al puerta de entrada al país no refleje el nombre de una de las leyendas más significativas de nuestra historia. Lo que muy probablemente va a ocurrir es que el Estado tenga que incurrir en el enorme gasto de cambiar el nombre para que, a la vuelta de unos años, por el rechazo casi unánime de la ciudadanía, el Gobierno tenga que echar reversa (como ocurrió con Santafé de Bogotá) a tan grotesco desacierto. Más que un error, el cambio de nombre del aeropuerto El Dorado es un atentado contra nuestras raíces precolombinas.

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Nada más natural que sean los impuestos al alcohol, al tabaco y a los juegos de azar los que financien la salud. Los $471 mil millones adicionales que piensa recaudar el Estado con las nuevas tarifas van a ayudar a aliviar las enormes necesidades de este sector. Concretamente, los impuestos a los cigarrillos, cuyos efectos en contra de la salud son incontrovertibles, deben ser aumentados de manera drástica. En la ciudad de Nueva York, en su equivalente en dólares, el paquete de cigarrillos está por encima de los $24.000, mientras que el costo de producción es del orden de $400. Asumiendo que los costos de distribución, mercadeo y utilidad del comerciante son $4.000, los impuestos, como mínimo, son $19.600. No hay razón para que en Colombia no se puedan aumentar los impuestos a los cigarrillos, endureciendo paralelamente las penas a todo establecimiento que venda cigarrillos de contrabando.

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Puede ser oportuno recordarle al agudo columnista Antonio Caballero que el calificativo de “lúgubre” para describir la economía no fue del político inglés Benjamin Disraeli, sino de su coterráneo, el historiador Thomas Carlyle. Las predicciones del reverendo Thomas Malthus en el sentido de que el crecimiento de la población muy pronto arrollaría la capacidad de producir alimentos fue lo que indujo a Carlyle a hacer tan desapacible juicio.

 

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