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Paso firme

Alfredo Molano Bravo
15 de enero de 2012 - 01:00 a. m.

Petro comenzó pisando callos. Prohibir el porte de armas legales ha levantado una polvareda y ha empujado al país a discutir el tema. Este ha sido su primer gran mérito.

Tengo la sensación de que la línea divisoria entre los que encontramos justificada la medida y a los que sólo nombrarla los enfurece pasa por ahí. Que no es una raya, sino una grieta que se ensancha día a día y que atraviesa varios territorios: paz, tierras, chuzadas, la conejita Hurtado, ‘Los Urabeños’. Petro mostró que su distancia con la violencia armada es radical y así, de paso, calla con un taco de estopa la boca de esa derecha hirsuta que saca cada tercer día el argumento de que lo único que él ha administrado son pistolas. El segundo mérito —y grande— es que reivindica la prevalencia del poder civil sobre el militar. El jefe de la Policía es —Constitución en mano— el alcalde. Pero en la práctica quien manda de verdad verdad es el comandante local de la Policía o del Ejército o de la Armada. Y aunque a veces queramos olvidarlo, las armas son el poder detrás del trono. Mockus y Bromberg tomaron —o anunciaron— la misma decisión y se les vino encima el estamento militar en pleno y los dejó balbuceando. No se trata sólo de un asunto de honor, como dirían los uniformados, sino de plata y clientela. Plata porque la gran mayoría de las armas que pueden obtener salvoconducto legal son fabricadas por Indumil y esta industria es una de las cajas menores del Ministerio de Defensa. Muchas manzanas podridas, además, trafican con armas, o sea, las contrabandean y, así, aumentan sus privilegiadas soldadas. El tráfico de armas es también tráfico de licencias. Para acceder a ellas el ciudadano tiene que tener una palanca en el gremio, con una condición: el calibre del arma al que aspire depende del grado o medallas de quien le colabore. Si quiere un revólver, le basta un sargento; pero si quiere un fusil, necesita un general. Ese crédito de buen manejo cae en el campo de las “afinidades electivas”, lo que se traduce en un hecho simple: tienen salvoconducto los familiares, amigos, socios y colaboradores de los militares. Una manera de ampliar y diversificar sus circuitos de poder. Pero, además, cualquier arma vale lo que pesa y puede disparar: millones. Es decir: sólo quien tiene con qué puede estar armado legalmente, que no es sino otra manera de autorizar la autodefensa. Se cae por aquí en un círculo vicioso: mientras más amparos se expidan, más débil es el Estado. Pero mientras más se debilite el Estado, más armas hay que darse para remendar a balazos este roto. No sé cuántas armas amparadas haya circulando. Lo que sí sé es que hay un país armado legal e ilegalmente y otro inerme a merced de esos gatillos. Ese país armado es el fundamento material de la matonería. No se trata de que quien tenga arma sea de por sí un matón. La cosa no es de una correlación estadística, sino de una tendencia. A la persona armada le ha sido otorgada licencia para interpretar la ley, para desenfundar y disparar con base en una presunción subjetiva. Los que creen que tienen derecho a todo, los que creen que sus intereses están por encima de los de todos, los que se cuelan en las filas, los que se abren paso a codazo limpio, los que llaman al otro gonorrea, los que creen que “todo vale”, “los que no se rinden”, esos, esos son los que respaldan su matonería con un arma amparada y no suelen enfundarla sin haberla disparado, como los “hombres de honor”. Para mí el mayor mérito de la medida de Petro es el intento de quitarle la fuerza material en la que se sustenta la matonería ambulante, que tiene, es cierto, una larga historia, pero que conoció sus días de gloria durante los siniestros cuatrienios de Uribe.

Nota. Escrito lo anterior, escucho por la radio otra tesis de Petro: la plaza de toros es para espectáculos de vida y no de muerte. Quien considera la vida sin la muerte o es un farsante espiritual o es un político profesional. Si no hay representante del alcalde en esta temporada, la afición tiene derecho de nombrar uno por aclamación pública, como sucedió hace unos años cuando se aclamó a Hernando Durán Dussán, que estaba sentado en la plaza, para presidir la corrida.

 

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