Patria

Santiago Gamboa
18 de febrero de 2017 - 02:00 a. m.

Uno de los libros más estremecedores  que he leído en estos tiempos se llama Patria, del español Fernando Aramburu. La patria a la que se refiere es el país vasco, Euskadi o Euskal Harría, y la novela es la crónica de las consecuencias de la lucha armada de ETA en la vida privada de un pequeño pueblo en las montañas del norte español, no lejos de la frontera con Francia. Nunca se dice el nombre exacto de la localidad, aunque se menciona la distancia hasta San Sebastián o Donostia, lo que permite hacerse una idea, pero así, en sombras, Aramburu parece sugerir que esa historia ocurrió muchas veces, en muchos pueblos vascos, y que de algún modo es también la historia de todas las familias que vivieron en esas montañas durante la década de los 80, que son los años en que transcurre la novela y que a mí, por haber vivido esa misma época en España, me llena de recuerdos.

Al libro ya lo precede la fama de haber vendido casi 200.000 ejemplares en España, pero lo que a mí me parece realmente importante es el modo en que va trazando la psicología de dos familias amigas que, por la fuerza del destino y de la historia, se ven separadas por un terrible telón que puede ser de acero y que hace que unos queden del lado de la víctima y otros del lado del victimario, la irrupción de la violencia política en el espacio privado y el modo en que cada uno va acomodando su vida a ella. Hasta descubrir, como le pasa a una de las dos familias, que el hijo que empezó quemando buses o cajeros automáticos ya tiene un arma en la mano y va a empezar a dispararla. Y dispara y mata.

Recuerdo las terribles manifestaciones de esos años que acababan en violentos disturbios. En 1987, mi segundo año de estudiante en Madrid, murió en Argel Txomín Iturbe, dirigente de ETA, y otro líder importante, el Santi Potros, fue arrestado en Francia. Todo ese clima de amenazas y puños alzados está magistralmente narrado, con algo más: una voz que viene de lo más profundo de la Euskal Harría, de esos pueblos de montaña que en invierno son gélidos, rodeados de pinos. Las manifestaciones de la novela me hacen revivir la agitación política. El terrible coreo de “¡ETA mátalos!”, dirigido a cualquiera que fuera considerado enemigo de la patria. Y los atentados, los puestos de control de la Guardia Civil (los picoletos) en las carreteras, el tenebroso grupo GAL, el contra terrorismo clandestino hecho desde el Estado. Todo está ahí, magníficamente escenificado en una novela cuya arquitectura, basada en breves capítulos de cuatro páginas, es notable: saltos en el tiempo, cambio permanente del punto de vista, construcción narrativa de cada personaje en torno al hecho central, que es el crimen de un empresario, padre de familia y vecino de ese pueblo, y un eficaz contrapunteo entre la tercera persona y los diálogos, que son vivaces, ágiles, certeros. Más que leerla, uno asiste a la novela y siente frío con los personajes y también miedo o desesperanza y mucho vértigo y ganas de que ciertas cosas no pasen, y gracias a ese talento el drama de esa nación que nunca en su historia ha sido independiente se transforma en algo más: metáfora de las patrias del miedo y la lucha que acaban por convertirse en justificaciones de la violencia y el resentimiento.

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