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Paz

Humberto de la Calle
26 de agosto de 2012 - 01:00 a. m.

No es aceptable convertir en crimen el deseo del Gobierno de buscar caminos para solucionar el conflicto. Vamos por partes.

En democracia es totalmente legítimo que grupos de ciudadanos y dirigentes se opongan al hipotético diálogo. Y, en efecto, no es despreciable el número de colombianos que rechazan la idea porque la consideran inoportuna, porque desconfían de las Farc, porque anticipan que todo es un engaño o, simplemente, por razones éticas. Arguyen éstos que negociar con terroristas es una conducta moralmente reprobable.

Aun quienes no compartimos ese punto de vista, tenemos que respetar esa postura. Es más, debemos abrir la puerta a una discusión franca.

En mi caso, repudiando como el que más las acciones de la guerrilla, creo que hay nuevas circunstancias que permitirían, e incluso aconsejarían, explorar caminos de solución acordada. Por vía de ejemplo, el poder de la guerrilla no es el mismo, ni las coordenadas de la izquierda continental son iguales, sobre todo ahora que ganan elecciones y reelecciones, ni la izquierda criolla quiere volver a la combinación de formas de lucha, ni las secuelas de la guerra fría tienen igual intensidad, ni las relaciones Estados Unidos-Cuba son iguales, ni hay la más remota posibilidad de victoria militar de estos grupos. Y del otro lado está la otra fotografía: la teoría del “fin del fin” resultó coja, el conflicto se alarga, tendremos al frente una larga guerra de atrición y el riesgo de la total finlandización de la guerrilla puede conducir a un estado de anarquía de modo que pronto ni siquiera haya con quien conversar. De cierto modo, sería mejor lograr un acuerdo ahora cuando hay un secretariado que controla buena parte de las acciones militares.

Cosa distinta es que los contornos de una negociación sean tan monumentalmente difíciles que el pesimismo sea respetable.

Pero mientras esta discusión es sana, lo que sí parece inaceptable es que se salga a calificar de tramposo al Gobierno por supuestos encuentros con voceros de la guerrilla. Todos los gobiernos lo han intentado desde cuando comenzó el conflicto, que pronto ajustará los cincuenta años. Bajo el gobierno anterior los hubo, y abundantes. Y la experiencia muestra que ellos deben ser discretos so pena de comprometer el resultado de una operación tan delicada.

La otra cuestión que está sobre el tapete es la aspiración de muchos a un proceso “de cara al país”. Claro que es imposible un acuerdo secreto. Pero la discusión más bien es no el cómo, sino el cuándo. Finalmente, es la opinión pública la que le da legitimidad o no a un proceso de esta naturaleza que, por definición, rebasa las instituciones ordinarias. Y con mayor razón cuando hay vectores internacionales insoslayables. Pero si desde el inicio se abre la puerta para que “de cara al país” vuelva la época de los riquitos tomando champaña con los guerrilleros y los oportunistas yendo al Caguán a discutir sobre lo divino y lo humano, el pronóstico es sombrío.

No hay que mezquinarle al Gobierno la posibilidad de explorar caminos. No hay que partir de la base del fracaso. Una agenda escueta, una metodología discreta, una negociación rápida, podrían satisfacer las inquietudes de muchos. Al menos de la opinión pública espontánea. Aquella que no ha convertido la prolongación de la guerra en bandería partidista.

 

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