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Peñalosa

Armando Montenegro
23 de octubre de 2011 - 01:00 a. m.

Muchas personas, movidas por antipatía, chismes o mala información, votaron en contra de Enrique Peñalosa hace cuatro años, y hoy están arrepentidas. Piensan que Bogotá estaría hoy mucho mejor si no hubieran apoyado a Samuel Moreno.

Las encuestas muestran que la elección del próximo domingo se va a definir entre Petro y Peñalosa. Optar por cualquiera de los demás candidatos es perder el voto. Parody, Luna y Galán son jóvenes, valerosos, honestos, con un enorme futuro, miembros de una generación que está llamada a renovar la política en Colombia, pero ninguno de ellos tiene chance en esta oportunidad. Castro, por su parte, es un político experimentado y competente, fue un buen alcalde, pero está sumergido en el fondo de las encuestas.

Aunque Petro no tiene los defectos que ya exhibía Moreno en la campaña pasada —que explican todo lo que pasó después en materia de corrupción y desgobierno—, los bogotanos, otra vez, están frente a una nítida alternativa: deben escoger entre Peñalosa, controversial, discutido pero capaz, curtido y buen ejecutor, y Petro, incansable y combativo, pero inexperimentado y, claramente, un salto al vacío.

Petro es distinto, mejor que Samuel; honesto, inteligente, fue un brillante senador de oposición. Su problema es que no tiene la experiencia y el conocimiento necesarios para manejar la caótica y desvencijada ciudad que nos deja Moreno. Algunas de sus iniciativas muestran que no ha pensado bien en los problemas de Bogotá. Entre tantos desatinos, su propuesta de eliminar los colegios por concesión, un exitoso experimento que ha servido bien a los niños más pobres de la ciudad, es motivo suficiente para no votar por él (éste no es más que un regalo a los sectores más retardatarios en materia de educación).

Peñalosa es un mejor candidato. Fue un gran alcalde y su conocimiento sobre los problemas urbanos es reconocido en todo el mundo. Contra él, sin embargo, militan tres factores: la malquerencia de una serie de poderosos intereses económicos que fueron golpeados en su gobierno (entre ellos, los mismos que se opusieron a su valerosa defensa del espacio público); el hecho de proyectar, sin que lo sea, una cierta imagen de ‘sobrado’ y arrogante, y, más recientemente, el apoyo de Uribe, que ha suscitado el rechazo de miles de votantes que reprueban ciertos elementos de la controvertida trayectoria del expresidente.

Me encuentro entre a quienes el respaldo de Uribe los ha hecho pensar dos veces antes de decidirse a votar por Peñalosa. Entiendo bien la reacción de los votantes independientes, verdes y de todos los colores, que piensan que el expresidente aporta al candidato un pesado cargamento de politiqueros mañosos, malas prácticas, resentimientos y una paupérrima capacidad de ejecución (¿recuerdan a Andrés Uriel?).

A pesar de este bacalao, voy a votar por Peñalosa, porque tengo la confianza de que él no gobernará con Uribe y su gente. Tengo la confianza de que Peñalosa —como ya lo hizo Santos con singular maestría—, se desmarcará y gobernará por sí solo, con lo mejor de los técnicos y políticos que quieren rescatar a Bogotá, con la guía de sus conocidas convicciones y de su interesante programa de gobierno.

Las elecciones del próximo 30 de octubre serán cruciales para el futuro de Bogotá. Otra equivocación, como la de hace cuatro años, sería funesta para la ciudad.

 

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