Peñalosa: la historia lo absolverá

Arturo Guerrero
23 de junio de 2017 - 02:00 a. m.

El intento de revocatoria al alcalde Peñalosa es un golpe contra la memoria. La perspectiva adecuada se logra considerando no el último año y medio sino el último medio siglo de Bogotá.

Los capitalinos muy jóvenes ignoran lo que fue la sucesión de mandatarios distritales inútiles. No imaginan las latas de sardinas con chimenea en que había que transportarse sin escapatoria por calles atestadas.

Quienes tenían estatura mayor a 160 centímetros tronchaban sus cabezas para acomodarse en el zarandeo interminable hasta un destino al otro lado de la paciencia.

¿Atravesar la barrera sudorosa de conciudadanos para llegar a la puerta trasera y no perder la bajada? Esto era viacrucis cotidiano. ¿Calcular cuántas medias horas tomaría el más simple trayecto para no perder una cita? Olvídense. Primero era preciso contar entre angustias las paradas cada diez metros para recoger el centavo extra del conductor.

Era una guerra: la guerra del centavo. En esas cámaras de gas bamboleantes se gestó buena parte de la mala cara bogotana. Ahí se ahogaron buenas intenciones, se agrió la primera mañana del resto de los días.

Los burgomaestres pasaban sus tres años calculando la mejor repartición del presupuesto entre sus copartidarios y tapando huecos en las calles luego de que estos huecos habían acabado con rines y riñones. “Que roben pero que dejen alguna obra”, era el consuelo de los habitantes del siglo pasado.

De pronto, al hervor cercano de la nueva Constitución, aparecieron tres alcaldes atípicos. Jaime Castro organizó las finanzas, Mockus en dos turnos civilizó con mimos los ademanes culturales, Peñalosa construyó y marcó el cambio de siglo.

No solo de siglo, de milenio. Su obra emblemática fue Transmilenio que en su primer arranque significó el salto de la mula al jet. Por fin se pudo calcular el tiempo del desplazamiento. Por fin se viajó de pie con la cabeza erguida. Por fin los buses se detenían solo donde debían detenerse.

Que negoció de modo maluco con los concejales, ávidos políticos de 200 años de malicia. Que cedió demasiado en los contratos con los trasportadores, ávidos negociantes de 100 años de centavos. Que las losas se rompieron. “Bueno, pero dejó algo”, era el consuelo de quienes entonces se movían en fosforescentes buses rojos casi londinenses.

Solo con esta obra se salvaría la historia. Sería recargado mencionar las soberbias megabibliotecas en barrios pobres, las alamedas, los andenes, el imaginario de que algún día sería posible tener una ciudad acomodada a los modestos sueños contemporáneos. Tímidamente quedó otro consuelo: si se pudo, se puede. 

Pero no se pudo. El sentido de pertenencia a la por siempre sombría Bogotá se vino abajo. Tres administraciones siguientes, en manos de las izquierdas políticas, detuvieron un sistema que requería secuencia, visión compleja, sostén espiritual.

La historia y la memoria absuelven al alcalde en apuro de revocatoria. En cambio piden una crítica a la fosilización ideológica de sus tres predecesores.

arturoguerreror@gmail.com

 

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