Pequeños malentendidos

Melba Escobar
09 de marzo de 2017 - 02:00 a. m.

Nunca estuve cómoda en el colegio de monjas donde estudié la primaria. Las otras niñas parecían tener una respuesta para todo. Sabían que se casarían tan pronto cumplieras 18 años, ya habían elegido el nombre de sus hijos, hasta los muebles de la casa. Tener ocho años era perderse entre monólogos con maridos imaginarios, hijos hermosos y empleadas a quienes había que darles toda clase de instrucciones.

Fui pequeña, menuda, y en las listas (que se hacían constantemente) donde se ponía las casi 40 niñas de la clase en orden descendente de la más bella a la más fea, solía ocupar el último lugar, con suerte el penúltimo. También es cierto que no me gustaba bañarme todos los días, mis uñas solían estar sucias, como mi pelo y mi cara. Pero todo esto se pondría peor. En los cuentos de princesas “eran felices y comían perdices” y yo pasé muchos años preguntándome qué eran las perdices, pero callaba porque ese no era el tema, de eso no se trataba la historia y no quería decir una tontería y que se rieran de mí, como solía ocurrir.

Con el tiempo me fui acomodando. Aprendí a jugar a las barbies y a repetir, si me preguntaban qué quería ser cuando grande, enfermera, mamá o profesora.

Poco a poco fui perdiendo esa angustia de estar fuera de lugar, de no encontrar un modelo en ninguna parte. Pasó el tiempo. Hice el bachillerato en un colegio mixto. Me acostumbré a que los chicos se metieran con mi peso, mi peinado, mi corte de pelo, mis uñas. “No te vendría mal un poco de maquillaje para que dejes de parecer una niña de 11”, me soltó el capitán de futbol que entonces era como un héroe. Tenía 15 años. Empecé a usar zapatos de plataforma, me pintaba los ojos, aprendí a fumar, entre otra lista demasiado larga de cosas que hice aunque no quería hacerlas. Mi vida adulta ha sido un esfuerzo por recordar qué era realmente lo que quería hacer antes de dedicarme a obedecer a los deseos ajenos. El afán de agradar se me ha ido curando con los años. La identidad parece venir prescrita con el género, e intentar ser yo misma, más allá de las recetas que me han sido dadas desde la cuna, ha sido un trabajo duro.

Cuando un escritor me llama “preciosa” antes de subir a un conversatorio, cuando viajé con mi marido a una Feria del Libro donde era invitada y todos nos presentaban como “el escritor y su esposa” (asumiendo que él era el invitado y yo la acompañante), cuando me llaman de la guardería a mí y solo a mí, o cada mes cuando pago la mensualidad del colegio de mi hija aunque el pago quede registrado a nombre de mi marido y no del mío, pienso que es otro más de tantos pequeños malentendidos del día a día. El problema es que detrás de estos gestos está la semilla de la desigualdad. A menudo no hay maldad detrás de estas palabras o presunciones. Y, sin embargo, la maldad puede derivar de ahí o irse materializando entre ellas con algo de perseverancia y la rigurosa continuidad en el tiempo.

Ahora sé lo que es una perdiz y pregunto lo que quiera. Solo me queda esperar que cada vez seamos más las mujeres dispuestas a cuestionar los estereotipos de género, y cada vez más los hombres cómplices de esta causa. Sin ustedes, señores, será difícil escapar del aplastante régimen de los malentendidos.

@melbaes

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